Pajares de la Lampreana es un pueblo de la Zamora que se vacía año tras año sin que nadie quiera remediar la inexorable sangría poblacional. A quienes nacimos en este pueblo a mediados del siglo pasado, cuando las familias eran numerosas, nos duele este derrumbe. Lo contemplamos desde la distancia, porque emigramos no por deserción, sino por imperativo económico. Formamos parte de la excedente mano de obra que conllevó la mecanización agrícola y nos trasladamos en busca de trabajo a las grandes ciudades del norte o a la capital española, en donde residimos el mayor número de zamoranos después de la propia Zamora capital, muy por delante de Benavente.

No salimos con nostalgia, porque nos espoleaba el poderoso acicate de la supervivencia. Tampoco tuvimos la sensación de prófugos ni de proscritos. Nos dedicamos con ahínco a trabajar, según nuestras posibilidades, y logramos encontrar un modo de vida digno. La mayoría trabajó en fábricas. Otros, a partir de estudios con los frailes, alternamos el trabajo con una formación superior y universitaria: por la mañana al trabajo y por la tarde al Instituto y a la Universidad. Con el mismo tesón que nuestros padres y abuelos habían arrancado a las pocas tierras que labraban unas cuantas fanegas de trigo para sobrevivir. Llevábamos en los genes la sobriedad y la tenacidad campesina.

Los que adquirimos por herencia consensuada la casa de nuestros padres, la arreglamos sin que perdiera su adusta solera rural, aunque hubo que reconvertir las cuadras en cocinas y el sobrado en habitaciones. El que fue nuestro hogar lo convertimos en segunda vivienda, a la que acudimos de cuando en cuando para comprobar la solidez de los tapiales de un metro, saborear la calidez de la chimenea y, sobre todo, escuchar el arrullo de unas palabras cargadas de resonancias asturleonesas. Se van diluyendo, pero aún perduran con genuinas expresiones coloquiales.

Tuve en su día la curiosidad de recoger palabras, analizarlas semánticamente y compararlas con otros léxicos de varias regiones españolas. Fue un trabajo ímprobo, pero gratificante. Acometí esta tarea porque percibí que en los pueblos de la Tierra del Pan existía un patrimonio cultural que podría desaparecer con la misma rapidez que los propios y antiguos aperos de labranza. Actualmente, muy pocos jóvenes saben distinguir un bieldo de una bielda, ni conocen el significado de pezcuño, impuesta, trasga, cambiza, sobeo, sobeyuelo, aimones, pulseras y otros centenares de vocablos relacionados con carros, yugos, arados, etc.

Al recopilar en el reciente libro “Pajares de la Lampreana. Un pueblo de la España vacía”, editado por Semuret, aconteceres, flora, repostería, juegos, recipientes y utensilios de cocina, religiosidad y otras costumbres recientes, pretendo recuperar parte de una riqueza inmaterial irrenunciable. Muchos zamoranos no nos resignamos a ver cómo se vapulea este patrimonio rural por desidia, desinterés o indiferencia grosera, cuando no forajida. Ignoran que en los pueblos no solo se respira aire puro, sino que existe un acervo cultural que ha conformado una forma de ser y de vivir durante muchas generaciones. Estoy convencido de que uno de los peores y más perversos desaires a Zamora y a sus pueblos es el olvido.