Cuando la situación económica del país está crujiendo por los cuatro costados. Cuando la pandemia azota con ahínco al conjunto de la población. Cuando el futuro es altamente incierto. Cuando todo ese cúmulo de circunstancias llegan a confluir, lo que la gente necesita es que llegue a imperar un clima de tranquilidad que ayude a llevar tan pesadas cargas.

Pero la clase política se encarga de hacer justo lo contrario. Dedica todo su afán a la crispación. No hay partido que pueda excluirse de la práctica de tan perverso arte: el de hacer que la gente llegue a enfrentarse, de manera áspera, con el primero que se cruce en su camino. Y es que llega a desquiciar, porque nos está llevando a una catarsis con dudoso regreso.

No se les puede exigir ser capaces de resolver todos los problemas. Y mucho menos que los arreglen a gusto de todos. Pero sí, que pongan todo de su parte, buscando acuerdos que ayuden a mantener el tipo. Al menos hasta que campe el temporal.

La mayor torpeza del género humano es creer que solo vale lo que cada uno pueda pensar. O lo que pueda creer. O ambas cosas. Tratar de imponerlo, abusando del poder, constituye un abuso. Al menos en un país democrático.

Hay gente que se le llena la boca presumiendo de ser más demócrata que cualquier otro ciudadano de nuestro entorno. Pero se da la circunstancia que quienes así presumen, son precisamente los que no son capaces de respetarse a sí mismos. Pretender dar lecciones de democracia a países como Francia o Gran Bretaña no solo es pecar de soberbia, sino también ser partícipe de una estúpida farsa.

Es éste, un país en el que su clase política se nutre, en gran parte, de “becarios” que se han ido incorporando al escalafón de los partidos desde su más tierna infancia. Apenas existen cuadros con la suficiente experiencia que avalen buenos resultados en la gestión. El hecho de haber obtenido un título en la universidad, como ese que han dado en llamar de politólogo, no garantiza que sus portadores lleguen a tener más de dos dedos de frente.

Gran parte de los políticos de hoy están dando un pésimo ejemplo con sus actuaciones. Gritan e insultan a sus oponentes. Se olvidan de los argumentos. Mientras uno lee (A veces, hasta mal) lo que le han escrito en el partido, el receptor del mensaje no llega a mirarle a la cara, porque se encuentra repasando lo que le han escrito a él, para soltarlo en cuanto termine. Tratan de desprestigiar a cualquier precio. Impiden llegar a acuerdos. Tan bochornoso espectáculo lo transmiten a la calle, a las tertulias, a las oficinas, a las familias. De manera que no es de extrañar que los ciudadanos estén que arden, porque lo que les está llegando es un lamentable espectáculo.

Cuando el gobierno central ejerce su poder vertebrador, y aglutina decisiones, las autonomías claman indignadas por entender que no se están respetando sus competencias. Así surgieron los sorprendentes gritos de “libertad” proferidos en Madrid por los vecinos del elitista barrio de Salamanca, a propósito de la centralización de la gestión de la pandemia. También los de” independencia” en el País Vasco y en Cataluña, donde exigieron gestionar el virus por su cuenta.

Más tarde, cuando el gobierno central decidió acceder a tales peticiones, dejando la gestión en las autotomías, algunas de ellas, además de la derecha política, han salido al paso diciendo que eso es una dejación de funciones.

De nada, o de poco, parece que sirvan las reuniones que celebran, semanalmente, gobierno central y autonomías. Porque lo que llega a trascender es que cada uno hace la guerra por su cuenta, para mayor despiste de los ciudadanos.

No se trata de prescindir de la crítica, ni de frenar los múltiples fallos que el gobierno viene cometiendo. Pero en esta situación de pandemia, tan próxima a la catástrofe, debería prevalecer el dialogo, el intercambio de ideas, y la puesta a disposición de todos los medios con los que cada uno cuenta, en beneficio del conjunto de la nación, cosa que ni ha sucedido, ni sucede, ni se intuye que pueda llegar a suceder.

El año de “nunca jamás” está a punto de concluir. El amor que nos juraron en las elecciones ha llegado a convertirse en desprecio ¿Qué nos deparará el futuro?