Hay quien vivirá siempre con pesar e inquietud. No podrá librarse de la sensación de duelo, será presa obligada de unas circunstancias espantosas y aciagas como fue ver morir asesinado a uno de los suyos. Esto es lo que debemos considerar una y otra vez a la hora de velar por la memoria de las víctimas del terrorismo. Y, desde luego, la tarea no es nada fácil.

Hay que conjugar la normalidad que se vive tras la disolución de ETA con la necesidad insistente de conocer toda la verdad sobre lo sucedido y, al mismo tiempo, encajar las piezas adecuadas para la memoria. Una memoria no siempre fácil ni cómoda de sobrellevar; una memoria en la que todavía hay muchos elementos discordantes y falsarios, y que una generación de vascos no ha vivido porque nació con el cierre de su ciclo homicida. Por eso, en la feliz coincidencia, series de ficción como La línea invisible (2020, TV) o Patria (2020, TV), de buena factura y éticamente encomiables, han encontrado su hueco en el imaginario social; o fenómenos literarios como el libro de Fernando Aramburu que han conocido un éxito inusitado por el interés en entender y comprender lo sucedido a pie de calle. De ahí que incluso las obras de historia, que rara vez suelen ser bestseller, tengan buena acogida entre el público, como 1980. El terrorismo contra la transición (2020) y otros…

Sin embargo, aunque el balance es positivo a este respecto, hay que atemperar el entusiasmo. La batalla por sostener una memoria digna de las víctimas y que esta perdure de una forma significativa no se ha consolidado. Está en sus inicios. Esta llama ardiente, además, hay que cuidarla y protegerla para que no se apague, para que no se olvide o distorsione (haciendo pasar el asesinato por un acto heroico).

Las instituciones se han comprometido a que eso no suceda. De forma tardía, eso sí, porque las víctimas no tuvieron el amparo ni el cobijo hasta bien entrados los años 80. Muchas de ellas rehuían las miradas de sus vecinos y amigos, se creían estigmatizadas y sentían, incluso, vergüenza. Otras tuvieron que padecer el oprobio y el silencio, sobre todo, en Euskadi, mientras las calles principales de sus ciudades veían como miles de simpatizantes de la izquierda abertzale se manifestaban en favor de ETA o del mito del conflicto vasco… Tiempo triste y aciago que, por fortuna, ha ido revertiendo de forma lenta, pero implacable, en la misma medida en la que el presunto sentido de la violencia de la banda se quitaba su careta, y era cada vez más un sin sentido. Si el proceso de Burgos (1970) fue el mayor triunfo mediático de ETA, logrando que la dictadura franquista se descalificara a sí misma; y la Operación Ogro, el asesinato del almirante Carrero Blanco (a la sazón jefe del Gobierno), un 20 de diciembre de 1973, su éxito operativo más audaz e increíble, el de Miguel Ángel Blanco, en cambio, el 13 de julio de 1997, significó todo lo contrario. Infamia, atrocidad y horror. ETA no fue una organización valiente que movilizó las fuerzas vivas de la sociedad vasca para defender sus derechos aplastados o sometidos al yugo español, fue una corte bizantina.

Vivió épocas internas convulsas, con rupturas importantes en su seno, como la protagonizada entre ETA militar y ETA política militar. Esta última acabaría abandonando la violencia, a inicios de los años 80, mientras que la otra proseguiría con su espiral de terror y contumaz fanatismo. Aquellos que abogaron por continuar y no cambiar los métodos (o hacerlos más crueles) encarnaban un dogmatismo intransigente y una sed de sangre que no parecía tener fin, incluso, cuando la sociedad vasca, ya en los años 90, empezó a movilizarse en su contra masivamente. Euskadi no vivía sometida a España, vivía sometida al miedo de ETA. Pero la vida en ETA no fue, ni mucho menos, un relato de aventuras de Emilio Salgari, sino de obsesiones y resentimientos, de ilusiones vanas y personajes amargos; de vidas arruinadas, tumbas y cárceles. Sus aspiraciones nacionalistas y libertarias chocaron, en una enorme y estridente contradicción, con los medios que empleaba.

¿Liberar a un pueblo supuestamente oprimido mediante bombas y acciones de terror directas, y extorsión y amenazas, contra los propios vascos que pensaban diferente? Este absurdo no impidió, por desgracia, que los sectores más fieles de la izquierda abertzale quisieran ver en ETA la esencia de una reivindicación histórica noble y justa. El perverso romanticismo del que se hizo gala era un mantra que escondía la fea y desabrida realidad que se negaban a reconocer y admitir y que se iba prolongando en el tiempo sin ninguna salida… y continuar (matando) fue el único fin en sí mismo de ETA hasta que fue totalmente derrotada. Por todo ello, los efectos que tales acontecimientos han obrado sobre la sociedad vasca y que aún obran nunca desaparecerán. No hablamos de hechos anecdóticos sino de casi novecientos muertos y más de mil heridos, que han dejado profundas cicatrices en la piel. Desmontar el mito de ETA es, en la actualidad, la gran tarea pendiente, ya que no fue un simple grupo armado con buenas intenciones, sino una organización criminal y totalitaria.

Y su mito equívoco pretendió erigirse y hasta suplantar la verdadera identidad plural de los vascos por otra cerrada y hermética, irracional e inhumana que, desde luego, nada tenía que ver con defendernos de ninguna agresión exterior, ni construir ninguna arcadia feliz. Muchos jóvenes que no lo vivieron, o no son conscientes de lo ocurrido, tendrán que entender este áspero y gris devenir que conforma una parte indisoluble de nuestra historia para evitar caer en sus añagazas; y muchos adultos, por su parte, tendrán que valorar mejor lo que significó la derrota de ETA y su legado maldito, para que los fuegos de su patriotismo salvaje y brutal no ardan de nuevo sin medir la consecuencias, al comprender que solo nos acabó por reportar esquelas y monumentos funerarios. Hoy, en suma, debemos entender la tragedia vasca y condenar el atroz papel que ETA protagonizó en toda ella.

(*) Doctor en Historia Contemporánea