Fue un socialista de pro acogido mediáticamente a sagrado, cosas veredes, quien advirtió hace algún tiempo sobre la deriva de nuestra vida política, abocada a una dialéctica de bloques nada aconsejable, al impedir los grandes acuerdos por falta de entendimiento en lo fundamental. No obstante, a la hora de formular tan certero diagnóstico se echó en falta la precisión de que el responsable de esa deriva es su partido, lanzado a un aventurerismo cuyas palancas, así las ideologías de género y de memoria histórica, no podían menos que echar leña al fuego de la confrontación guerracivilista, instalada en esta sociedad va ya para más de una década.

No ha sido la derecha conservadora quien ha resucitado el frentismo de hace un siglo, que llevó a la tragedia de la guerra civil. Y en el fondo, tampoco una extrema izquierda sin protagonismo alguno, más allá de la algarada callejera o el politiqueo menor, materializados hoy en cargos y poltronas bien remuneradas, a costa de los impuestos ajenos. En realidad, la tan cacareada habilidad de algunos, con soniquete e ínfulas de asaltar el cielo, se ha quedado en escalar cumbres tan prosaicas como el casoplón, la prosperidad familiar, el latisueldo y una saneada cuenta corriente, todo aderezado con un liderazgo de pacotilla, de estar previsiblemente al futuro electoral a medio plazo. El causante del radicalismo que hoy padece nuestra sociedad es un PSOE que viene funcionando desde el ochenta y dos como un bien engrasado aparato de poder, buscando monopolizar la vida política con vocación priísta.

Visto lo visto, probablemente la Transición fue un cúmulo de errores, ante todo por su incapacidad de solventar la cuestión nacional, unida a tics populistas que llevan a confundir la democracia con la reivindicación de chabola y alpargata, desde un maniqueísmo paleto que estigmatiza a los ricos porque los pobres, ni que decir tiene, son y serán siempre los buenos de la película. Claro está, con eterno derecho a pedir y exigir, pues para eso está el espantajo del franquismo y la muy ecuánime, que nunca sectaria ni afásica, memoria histórica siempre contra los mismos.

Aún desde sus muchos defectos, la Transición abrió la vía a un espíritu de concordia que hizo posible el progreso económico y la modernización del país, de la mano de unas clases medias dispuestas a pasar página. Espíritu que saltó hecho añicos en uno, para España, de sus particulares días de la infamia, aquel de la investidura de un Zapatero que, arrogándose infinitas ansias de paz, aludió en sede parlamentaria y justo en el momento de verse aupado al poder a sus dramas familiares, anticipando un clima general de revancha que se halla en el origen de la calamidad a que, de modo irresponsable, el PSOE parece conducir nuevamente a esta sufrida nación.