Una de las matracas que me ha acompañado durante toda la vida ha sido la importancia de la responsabilidad. Lo escuchaba de pequeño en mi casa, en la escuela y en el colegio, pero también en el instituto, en la Universidad y en otros ámbitos de socialización que he pisado. La responsabilidad se inculcaba no solo con palabras sino con hechos por parte de los padres, maestros y profesores; si no en todos, sí al menos en la mayoría. La responsabilidad era una especie de salvoconducto y de guía para desenvolverse por la selva de la vida cotidiana, se decía. Se echaba mano de la responsabilidad siempre que alguien se portaba mal o cometía algún atropello o desaguisado, ya fuera en los juegos, en los estudios o en el desempeño de cualquier otra actividad que se suponía de suma importancia. Y algunos nos creíamos (o al menos no cuestionábamos) el significado de una palabra que se suponía como algo fundamental para la convivencia. Y por eso muchas personas siguen inculcando y practicando el sentido de la responsabilidad.

En las actuales circunstancias que estamos viviendo, recurrir a la responsabilidad se ha convertido en algo habitual. Así, para hacer frente a los efectos del maldito virus se nos pide a los ciudadanos que seamos responsables. Incluso que seamos mucho mejores que quienes nos gobiernan, como escuchábamos el pasado jueves de boca del vicepresidente de la Junta de Castilla y León, Francisco Igea, quien apelaba directamente a la responsabilidad de los ciudadanos de cara a las fiestas que se avecinan. Por tanto, el mensaje está muy claro: usted y yo, como ciudadanos, somos parte de la solución. Ya no es posible que nos refugiemos únicamente en la responsabilidad de los demás, sobre todo de los políticos de turno, para salvar los muebles. Porque a estas alturas de la película, todas y todos ya sabemos cuál es nuestra cuota de responsabilidad a la hora de practicar las medidas más elementales de protección y seguridad sanitarias. Solo faltan que nos las graben en la piel para que a nadie se le olviden y se pongan en práctica.

Sabemos, sin embargo, que no todos los ciudadanos se están comportando con responsabilidad. Si echan la vista a su alrededor, encontrarán infinidad de situaciones y circunstancias en donde la relajación es la conducta habitual. Sin ir más lejos, el viernes, en una localidad sayaguesa, paré a tomar un café y una tapa en el bar del pueblo. En dos mesas charlaban animadamente cuatro personas mayores, con la mascarilla colgando de las orejas pero sin taparse la boca y las narices. Aunque fue mucho peor cuando en el recinto entró un señor sin mascarilla, se acercó a la barra, pidió la consumición, se fue para una mesa y nadie le dijo nada: ni el camarero ni el resto de paisanos. Yo, por si acaso, salí de allí pitando, sin practicar el sentido de la responsabilidad colectiva, ya que lo propio hubiera sido hablar con el susodicho e indicarle que, a estas alturas de la película, hay que salir de casa acompañado de la mascarilla y utilizarla en los espacios públicos. Pero me callé, salí y me perdí por los pueblos de Sayago.