La llegada a la diócesis de un nuevo obispo era antaño un acontecimiento relevante. Una comitiva lo recibía oficialmente en los límites diocesanos, y su entrada en la ciudad se solemnizaba con vistoso y festivo ritual: arcos de bienvenida, presencia de autoridades y entusiasmo popular. Los tiempos lo han cambiado tanto, que incluso en ciudades pequeñas y con impostada fama de levíticas como la nuestra, no pasa de ser curioso, por no decir pintoresco. El que este año además las circunstancias y las fechas lo hagan más frío - supongo que le habrán recomendado que se traiga ropa de abrigo- no deberían de empañar la alegría de D. Fernando Valera Sánchez, flamante obispo electo de Zamora, que viene a tomar posesión de la silla de San Atilano, y que por ser este su primer destino, como los amores primeros, seguro dejará huella.

Sepa que viene a una tierra distinta de la que baña el Mediterráneo - por eso lo de abrigarse- , aunque podrá comprobar que aquí también el azul glacial de la luz enamora y es caricia dulce cuando “el blanco pordiosero de la niebla” se va. Una imagen cabal de la iglesia que el Santo Padre le ha confiado podría ser la de su cátedra: pequeña, sobria, humilde... También lo es, pese a su variedad, el territorio diocesano. El río Duero, “que surca de Castilla el yermo frio”, y al que debe su aliento y ser, lo parte en dos comarcas: El Pan y El Vino, simbólica síntesis eucarística de su vieja vocación agrícola. Junto a la raya con Portugal, la berroqueña y agreste tiranía de la tierra hizo de Sayago y Aliste refugio de adustos pastores. Toro es solar de labradores, que en un eterno cavar y binar hacen el milagro de transformar la vid en vino. En Villalpando la meseta semeja mar de ascéticos trigales, y en Benavente ríos y caminos se juntan en fértil y febril trasiego. La diócesis que le ha tocado en suerte no solo es pequeña, también lo es poco poblada, de manera que suma más viejos que jóvenes y, ya sabe, a los viejos nunca les faltan achaques. Su diócesis, nuestra diócesis, no es sino paradigma de eso que ahora llaman con cierta solemnidad “la España vaciada”. Vaciada por pobre, pues fue primero el hambre y después la necesidad, la que obligó a sus gentes a coger el hatillo y buscarse la vida allí donde ganarse el pan no fuese tan ingrato.

Aquí a ser pobre lo llaman austero. Parte de esa austeridad la administra Cáritas diocesana, convertida merced a ello en una de las pocas grandes empresas con que contamos. El reino de esta tierra herida fue el campo, del que malvivió durante siglos, pero hoy, desarmada y exhausta, sin proyecto vital, acepta sumisa su negro destino. Verá por sus múltiples y hermosas huellas que la fe floreció aquí antaño, pero iglesias, ermitas y conventos, son hoy lugares de la memoria, de un pasado que no volverá. Las comunidades cristianas que resisten al torbellino de los tiempos, son reflejo asimismo de una Iglesia vacía, no menos exangüe. De su menguado presbiterio y seminario ya le habrán informado. La que otrora fuese tierra fructífera para las vocaciones, es ahora tierra de misión, un motivo más para el desánimo: las mies sigue siendo mucha y pocos, poquísimos, los operarios. Lo dicho sirve también para la lánguida vida consagrada, que parece abocar, en el caso de la contemplativa, a un fin agónico. Tiene esta pobre tierra fama de tranquila, un lugar, a decir de algunos, apacible para vivir, pero no por ello crea que lo es. Aquí nadie mira al futuro con esperanza, sencillamente ve pasar el tiempo sabiendo que no habrá un mañana mejor.

La secularización alcanza a casi toda la vida y costumbres, si bien no encontrará un laicismo militante. Quizás esto último tenga que ver con el auge de la religiosidad popular; su incomprensible furor, será sin duda otro de los problemas a los que tendrá que atender, y le aconsejo, si me lo permite, tratarlo con diplomacia florentina, o si lo prefiere vaticana. Después de todo lo dicho, podrá decir, con razón: menudo sitio me ha tocado en suerte. No me haga mucho caso, la realidad es aún más compleja, aunque no por ello los matices dejan de ser importantes. En cualquier caso, y aunque su misión sea colosal, habrá de ponerse en manos de Dios, y hacer de tripas corazón, sabiendo que Su gracia basta. Celebramos que quiera conocernos, compartir nuestros afanes y ser discípulo humilde, que viene a servir a todos sin distinción. Aunque la ceremonia de su consagración será institucional, y por tanto no contará con el olor y calor de sus nuevas ovejas -otra fatal novedad- muchos rezaremos con y por usted, para pedir al Señor que visite su viña, aleje esta noche obscura que nos aflige, y pueda disipar esos comprensibles temores y temblores de novicio. Sepa que, como proclamó cuando fue consagrado obispo de esta su diócesis el pobre y bueno de D. Eduardo Poveda, desde hoy somos su pueblo, su parentela, su heredad y su destino. Bendito el que viene en nombre del Señor.