El siglo de globalización iniciado tímidamente en la Belle Époque, y retomado con determinación tras la segunda guerra mundial, ha extendido la internacionalización como modelo empresarial de crecimiento en todo el mundo.

Pese a ser una práctica común, no está exenta de riesgos, origen a su vez de numerosos fracasos. Éstos suelen pasar inadvertidos tras la publicidad que disfrutan los casos de éxito, recurso de manual para los departamentos de marketing en tiempos donde el parecer se impone al ser. Entre los riesgos iniciales destacan el factor tiempo, la inversión estimada y la ejecución de operaciones. El primero suele presentar desviaciones que, a su vez, retroalimentan el segundo, mientras que en el tercero influyen múltiples factores. Predominan una persona inapropiada liderando el proceso, una errónea estimación de medios, o la recurrente proyección de recetas locales que resultan infructuosas en destino. Acontece que el factor multicultural se antoja tan crucial como infravalorado e imprevisible.

Si hace unos meses planteábamos qué requisitos son indispensables en el artículo “Retos de la internacionalización empresarial”, procede ahora abordar qué motivaciones la originan. Antes de tomar una decisión que marque el futuro de la empresa, el impulsor debe preguntarse si responde al deseo de crecer en un ciclo expansivo, a aprovechar una oportunidad detectada o al bote salvavidas que ha de rescatar a la tripulación de una tormenta. Salvo raras excepciones, sólo en los dos primeros considerandos se podrá garantizar la constancia en la inversión, afrontar los imprevistos que acontezcan y una toma de decisiones coherente con la estrategia previamente definida. Una conditio sine qua non que, no obstante, no siempre se cumple.

Toda empresa es ella y sus circunstancias, por lo que algunas internacionalizaciones responden a una apuesta doble o nada para recuperar la salud perdida por no invertir en innovación, una gestión mediocre, una crisis del sector, un estancamiento acomodado, una pérdida de competitividad, una ineficiente gestión de talento, o cualquier combinación de estas causas. En estas condiciones resulta difícil garantizar ese compromiso de inversión y tiempo que afronte las dificultades previstas e imprevistas que, inevitablemente, surgirán. Decía Benjamin Franklin que “la necesidad nunca hizo un buen negocio”, y sin embargo, para contrariar todo el argumentario, la mayor expansión y consolidación internacional de empresas Españolas coincidió con el periodo de crisis 2008-2013. ¿Cómo es posible?

La respuesta estriba en hacer de la necesidad virtud, en el dato analizado (ya que solo contempla el incremento bruto, sin valorar el porcentaje de éxito o el coste de oportunidad empleado), y en la capacidad de adaptación a otros mercados (LATAM principalmente) demostrada por las empresas españolas. En cualquier caso, una crisis o una saturación de competidores son sólo dos de las motivaciones potenciales. También se puede perseguir la diversificación de mercados, optar a nuevas oportunidades de negocio, disminuir el riesgo de concentración, entrar en sectores estratégicos, consolidar la imagen de marca, incrementar el valor societario, aprender y mejorar procesos internos, aprovechar economías de escala, consolidar clientes internacionales con una oferta plurinacional, acceder a materias primas, desarrollar nuevas tecnologías, reducir el coste de mano de obra, etc.

En 2010, Joaquín Rico, actual CEO de TSK, impartía en la Cámara de Comercio de Oviedo una ponencia sobre la internacionalización como estrategia de crecimiento. En ella mostraba cómo entre 2003 y 2010 la dirección transformó una ingeniería nacional en una EPCista multinacional con experiencia en más de 30 países. Es evidente que el Grupo TSK supo aprovechar su savoir faire en un ciclo económico nacional favorable para presentar sus credenciales al mundo. Hoy su actividad exterior representa el 97% del total, generando una cifra de negocio superior a 1000 millones de euros y con más de 1000 profesionales ejecutando proyectos en 50 países. De la intervención de Rico, me quedo con una reflexión que casi pasa desapercibida: “Iniciamos la internacionalización no como objetivo en sí mismo, sino como palanca para alcanzar los objetivos estratégicos definidos”.

Conviene detenerse y releerla. Esta premisa no asegura el éxito del emprendimiento, pero sí que se aborda como es debido. La internacionalización, como la innovación, la gestión de la calidad o la política medioambiental nunca puede ser un fin, sino un medio para fines mayores, pese a que aún haya directivos que lo perciban justo al revés. Es la dirección quien tiene la responsabilidad de inculcar el enfoque correcto a la cultura corporativa para que impregne al resto de trabajadores. Una vez hecho, se puede definir cómo articular el proceso, lo cual ya fue expuesto en el primer artículo aludido. Solo cabe añadir que algo tan complejo y con tantas variables (empresa, sector, país de origen, país objetivo, producto, etc.) es único y voluble, de ahí la enorme dificultad en la toma de decisiones.

La internacionalización y la innovación requieren navegar en aguas turbulentas y desconocidas, pero no hay mejores palancas de crecimiento empresarial. En un escenario de crisis económica, pandemia y geoestrategia post-Brexit, el rol de España en la UE no será ajeno a la fuerza de su economía. Cabe por tanto exigir políticas nacionales que fomenten ambas prácticas con responsabilidad, perspectiva y profesionalidad, pues de nuestra capacidad para innovar e internacionalizarnos depende cómo terminemos esta década que ahora empieza.

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