Hoy, en esta tarde noche, subimos de paseo a La Puebla. Luce aún más hermosa la villa con la iluminación navideña. El dorado de las piedras de las casonas blasonadas reflejan con mayor esplendor y, el castillo, engalana el horizonte para deleite de nuestros ojos, ávidos de grandeza.

Una estela colgada en la fortaleza anima la muralla y deslumbran las flores de lis en el altozano. Destellos de luz, de esperanza en el profundo deseo de sobrepasar todos estos últimos avatares.

Dentro del patio de armas seguimos el porte de la elegante torre del homenaje y, en la línea de la mirada, aparece discreta la letrina del castillo. No puedo, por un momento, dejar de pensar en una curiosidad que recién había aprendido en “Últimas Tendencias del Arte”. En ella se comenta una performance que determina el grado de pragmatismo de una nacionalidad según cómo se ubique el agujero de un retrete. Los alemanes lo posicionarán lo más cerca posible del rostro para visualizar con precisión; los franceses querrán que sea un espejismo, como las burbujas del champagne, y lo destinarán al hueco más alejado. Y si es inglés, se encontrará en un punto medio, porque depende de cómo el gentleman tenga el rato. Aquí, nuestros Condes de Pimentel lo colocaron justo encima de los comunes, dejando claro hasta donde llegaba su poder...

En aquella inesperada estigmatización resurgió en mi mente el cuadro que cuelga en el hall de la casa familiar de Moratalaz, en Madrid, de la abuela Anica, obra de la prima Mari Tere Nafría. Posando con la tornadera junto a su casa del Castro aparece, a su izquierda, la era donde nos mandaba “al excusado” siendo crías. En el frente el corral, nuestro lugar de juegos con Milagritos, una bonita niña de la que no podemos albergar muchos recuerdos, aunque los pocos, intensos. Se fue demasiado pronto.

A la abuela Anica la iban a llamar Benita pero en el momento del bautismo el párroco se equivocó (adrede o no, pensemos bien o mal) y con “mejorado cambio” se quedó, siempre le dijimos. Algunos del lugar resoplaban al recordarla. Claro que era ruda, como buena hija de la montaña, pero también sabia, cariñosa y entrañable. En una ocasión la vi en una foto de una publicación de arquitectura popular del Instituto de Estudios Zamoranos, seguramente sacada a hurtadillas, pues andaba en su charla a voz baja con una comadre.

En su casa abundaban las latas en las escaleras exteriores para dar de comer y beber a los cuantitativos gatos. Dentro, las velas y en los arcones, las mortajas, de las que ella se encargaba para la procesión de la Peregrina, lo mismo que de los responsos que le solicitaban para encontrar lo perdido. Bastoncitos de yodo para curar las gargantas y perejil amarrado a una tirita en los infantiles ombligos, con la intención de combatir el mareo en los tortuosos viajes a Madrid.

¡Cómo no adorarla! Ella nos regalaba tanto. Aquellos espaguetis con tomate y “oriégano”, sus dulces “figüelas” y crujientes “bollas” de pan, los interminables cantares y rezos: “Entrar mocitas entremos que la licencia traemos, que nos la ha dado María que es la Reina de los Cielos”. Nosotras, en nuestra pequeña aportación, solíamos leerle algún capítulo del libro de turno que nos tocara. ¡Se reía tanto con las desventuras del Lazarillo de Tormes! Agazapadas en el corredor, ella sentada en la diminuta silla de tijera que ocupaba encartada nada, por no molestar. Al acostarse, desplegaba su larga trenza sin apenas canas que asomaran a sus noventa y más. Aunque longeva, para todos se fue tanbién demasiado pronto...

Ahora toca disfrutar después de la subida de ochenta y tres empinados escalones. Saludamos desde su cúspide a El Macho, como llamamos a la torre principal del Castillo. Respiramos el aire que casi empieza a congelarse desde uno de nuestros lugares más inspiradores y, en un divertido juego, intentamos que el vaho que exhalamos llegue en línea recta hacia los árboles encendidos del río Tera. A pesar del maravilloso panorama, la pequeña Carolina se muestra contrariada. Impresionada por toda la luminaria, el firmamento traidor ha decidido nublarse justo en este instante y, reservado, esconde sus estrellas. Entuertos de diciembre. Embriagándome de ese techo, que siempre me inspira, la intento consolar y me abrigo en mis adentros, otra vez para mis adentros. “No te preocupes hija, Milagritos ha tenido un apuro y la abuela le ha acompañado a la Mortera. Antes de lo que pensamos estarán de regreso”.

Dejamos atrás la atalaya y, en el descenso, los brillos de las leds ya se perdían. Al abrir la puerta para entrar al protegido y cálido hogar nos despedimos del día y él, en respuesta a este cuento, nos envía varios resplandores para compensar su falta.