Pues eso, que por bien que se te haya dado el día, o por mucho que hayas trasnochado, disfrutando de una buena velada, no hay manera de garantizar que vayas a conciliar bien el sueño, ni a descansar como Dios manda. Y es que los sueños, en cualquier momento, te pueden llegar a jugar una mala pasada.

El otro día, sin ir más lejos, soñé que tenía que votar, y que había decidido hacerlo al PSOE. Lejos de servirme de satisfacción, ya que ahora es el partido que detenta mayor poder en España, me embistieron varias cargas de desasosiego. Por una parte, las hemerotecas me pasaban por delante de la cama unos enormes letreros donde se hacía mención a aquella promesa del presidente Sánchez de que jamás iba a llegar a acuerdos con Bildu, y en letras un poco más pequeñas, aparecían los arrumacos que le había propinado ahora a esa formación, por mor de los Presupuestos Generales del Estado. Cuando apenas me había repuesto de ese zurriagazo, un mozo de farmacia me ofrecía un tranquilizante a todo riesgo, ya que había calado profundamente en mí, aquella frase de Sánchez de que no podría dormir si tuviera que gobernar con Podemos. Y ahora no solo gobernaba, sino que aceptaba condiciones que no cabía esperar de un partido como el socialista.

Un giro inesperado me llevó al otro extremo de la cama. Fue justo en el momento que decidí votar al PP. Un partido que proclamaba, sin ambages, su patriotismo. Veía como los colores de la enseña nacional se encendían y se apagaban, en las noches de la Navidad madrileña. Pero héteme aquí que un maestro chino, que actuaba al modo de aquel maestro chino que adiestraba al “pequeño saltamontes”, me advirtió que ese era un partido que, habiendo podido suscribir un acuerdo con el PSOE (Negociaciones Gabilondo y Cospedal, en 2010) que hubiera permitido dotar al país de una ley de educación buena y estable, rompió tal acuerdo en el último momento. Lo rompió no por no compartir su contenido, ya que había sido parido por ambos partidos, sino como simple estrategia electoral. De la misma manera, el famoso “Kalícrates sapientísimo” de aquella audaz revista de humor llamada “La Codorniz”, me dejaba clara y meridiana la forma descarada con la que actuaba ese partido, que no era otra sino la de actuar de cara a la galería, oponiéndose a todo lo que no hubiera salido de su sede de la calle Génova.

Tras la novena vuelta sobre el colchón de la cama, y al tercer sobresalto, me vi con una barretina calada hasta las cejas entregando mi voto a los independentistas catalanes. Menos mal que, incluso en los sueños, hay veces que impera el sentido común, pues me di cuenta que yo no era catalán, ni independentista, lo que dejaba claro que solo se trataba de un sueño, cosa que suele pasar cuando uno se encuentra en un duermevela.

Pero la barrera que separa el sueño de la pesadilla no es tan ancha, ni tan alta, como pudiera parecer a simple vista. De ahí que, mientras dejaba que mi brazo colgara hacia el suelo por el borde de la cama, mientras mis dedos lo rozaban, me asaltó la duda de si en realidad debía entregar mi voto a alguno de esos partidos que simpatizan con el terrorismo, lo que me produjo tal desasosiego que dando un vuelco inesperado di con mi anatomía en el suelo.

Menos mal que soy de huesos duros, y la caída no me supuso mayores consecuencias. La caída me ayudó para volver a la realidad. Así que cogí lápiz y papel y fui escribiendo algunos datos que me venían a la cabeza. El PSOE había obtenido casi siete millones de votos y el PP otros cinco millones, mientras que los independentistas catalanes habían obtenido solo medio millón, los de JpCAT, y unos novecientos mil, los de ERC. Al encontrarme medio dormido no acerté a entender cómo quienes habían obtenido doce millones de votos se plegaban a los tejemanejes de quienes habían sacado solamente algo más de un millón.

También vinieron a mi mente los datos de los independentistas vascos. Bildu había obtenido algo más de doscientos mil votos y el PNV algo menos de cuatrocientos mil. Y me asaltó la misma duda. Cómo con algo más de medio millón de votos se podía inclinar la balanza presupuestaria y las transferencias a favor de minorías en cuyo territorio se daban los mejores índices económicos. No fui capaz de entender nada. O quizás si llegué a ver las cosas tan claras que decidí dejarlas aparcadas para otro momento. Así que me enrollé entre las sabanas refunfuñando sobre lo mal que se estaban haciendo las cosas.

En ese trajín de dar la vuelta a la derecha o a la izquierda, y no habiendo manera de poder pegar el ojo, otro dato me vino a la memoria, el de los votos obtenidos por Ciudadanos: algo más de millón y medio, o lo que es igual, casi tanto como los independentistas vascos y catalanes juntos. Y me pregunté qué coños pensaban hacer los dirigentes de Cs con ellos.

También me vino otra reflexión: cómo un partido que dice ser de izquierdas, tal que Podemos, se suele poner de parte de partidos que pretenden aumentar más la diferencia económica entre las regiones ricas y las pobres. De Vox no me venía nada, ya que de los años que viví bajo aquel régimen, al que ellos parecen añorar, no recordaba actuaciones dignas de ser recordadas.

A punto de conciliar el sueño apareció la hierática figura de Adriana Lastra descalificando las opiniones de destacados líderes socialistas, por la única razón de que contaban con muchos años a sus espaldas. Supuse que también opinará lo mismo de los votantes de iguales o parecidas características y que, por tanto, no contará con ellos para las próximas elecciones.

¡Madre mía! ¡Qué trajín! pensé yo. Y todo se puso a dar vueltas. Como al principio del cine. Pasando las escenas de la linterna mágica al cinematógrafo de Lumière, como si tal cosa.