En la obra El Divino Impaciente, Pemán recrea la vida de San Francisco Javier, desde su época en París, donde conoció a san Ignacio de Loyola, con el que entabló una profunda amistad, hasta que san Ignacio fue enviado como misionero a China.

Cuando ambos se despiden, San Ignacio le dice esta frase, “Llévame en tu corazón, que yo en el mío te llevo”, la cual pasó a ser la despedida que se dan entre sí los misioneros hasta hoy en día, cuando son destinados a otro país para evangelizarlo.

Acaba de morir una amiga, una mujer risueña y entrañable, con la que durante algunos años compartí experiencias enriquecedoras, y una gran lección de vida, se llamaba Caridad Megía, Sor Caridad, y nunca un nombre fue tan bien escogido para ejercer como religiosa de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia, orden fundada por Santa Nazaria Ignacia March Mesa, en Oruro, Bolivia, el 16 de junio de 1925, la cual a lo largo de su vida no hizo más que amar a Dios a través de los pobres.

Su nombre le venía como anillo al dedo, porque la caridad además de ser un sentimiento que impulsa a interesarse por otras personas para ayudarlas, especialmente a los más necesitados, es también una de las virtudes teologales del cristianismo, que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

Y a eso dedicó su vida mi amiga.

Nuestra amistad comenzó el día que mi esposo me comentó que había conocido a una vecina. Siempre se cruzaba muy temprano con ella en el camino al trabajo, cuando ella iba a misa, y ese día lo paró y le dijo, “Buenos días vecino, nos vemos todos los días y no nos saludamos, y ya es hora de que nos conozcamos. Voy a presentarme, me llamo Caridad”, y ahí empezó todo.

Su vida estuvo, como la de todos nosotros llena de luces y sombras. Su familia era profundamente religiosa. De pequeña vivió la guerra y varios de sus seres más queridos fueron fusilados por las tropas republicanas, dejando a su madre y hermanos totalmente desamparados, ocuparon su casa y les quitaron la comida y pertenencias. Su madre recogía las mondas de las patatas que ellos tiraban para hacer el guiso de cada día, no sólo para comer la familia, sino también para gentes que hambrientas acudían a aquella casa.

Lo que más me sorprendió es que su madre siempre les enseñó, a pesar de la desgracia, que no debían odiar a sus enemigos, sino que tenían que perdonarlos y amarlos. Ahí empezó su verdadero camino, en las palabras de su madre que hicieron mella en su corazón.

Era muy alegre y de joven le gustaba mucho bailar y sus hermanas la reñían, pero ella no les hacía caso. Sin embargo, un día se cruzó en su camino un misionero y le habló del amor y de la caridad y descubrió la bondad de Dios y se enganchó de tal manera a esa sensación de haber encontrado su camino, que nadie pudo pararla y profesó como monja. Hizo de todo, luego fue catequista, y misionera, y anduvo por diferentes países, ayudando a los desheredados de la tierra que era lo que ella quería.

Recuerdo en estos días muchos momentos que viví a su lado. Solía regalar sonrisas y amaneceres. Se levantaba temprano porque le gustaba ver la salida del sol sobre el Duero que acababa convirtiendo el horizonte en oro.

También rememoro momentos inefables de silencio, a solas las dos en la capilla de la Casa de Ejercicios, donde en vez de hablar, rezábamos y meditábamos y ella, de vez en cuando, me decía da gracias, da muchas gracias por todo lo que se nos concede cada día. Y me admiraba la fuerza de sus palabras.

Pude saborear el vino de Valdepeñas, que le traía olores de su tierra y que les encargaba de vez en cuando a los sobrinos, para regalárselo a sus amigos en fechas especiales.

Una de las ventanas de la planta baja era su lugar preferido, para saludar a todos los que veía, mientras rezaba con el rosario de madera del que no se separaba, que le traje de Jerusalén, y que puse para ella en el sepulcro de Cristo. Saludaba a la gente que pasaba por allí, aunque no la conociera, y a todos los despedía con el saludo misionero, “Llévame en tu corazón que yo en el mío te llevo”. Así consiguió una agenda de amigos increíble.

Un día que fui a visitarla, poco antes de irse para Granada para estar más cerca de la familia, llevaba yo unas fotocopias de las canciones de los Beatles en inglés y estaban con ella dos de sus sobrinos. Me preguntó por los papeles y le dije que eran canciones de los Beatles. Nunca había oído hablar de ellos y le expliqué que era un grupo británico de música que me gustaba mucho.

Me pidió que le enseñara alguna canción y la primera era “Love, love me do/ You know I love you…” (Amor, ámame/. Sabes que te quiero…/. Y cuando se la traduje, se quedó prendada de la letra y me dijo, enséñamela, es preciosa, habla de amor. Y se la empecé a cantar en español y me dijo, no, no vamos a cantarla en inglés, y allí empezó a cantar en inglés por primera vez en su vida, casi con 90 años, el “Love me do”.

Era un corazón tan joven…

Fue una mujer muy sabia porque, como la fundadora de su orden, santa Nazaria, dejó a un lado todo lo que paraliza el corazón, se vació de bienes, para dejar espacio simplemente a Dios y a todos los que tenía cerca de ella.

Desde aquí te doy las gracias, Caridad, porque ha sido un regalo, haberme cruzado en tu camino.

Y no me olvides, “Llévame en tu corazón, que yo en el mío te llevo”.