A mi hija Gala, tan en edad de vivirlo

No recuerdo cuándo fue la primera vez que escuché esta expresión, pero sí que fue en boca de mi caro amigo Manuel Mostaza en una de nuestras múltiples conversaciones. En síntesis, y sin apelar a la teoría del caos, el asunto venía y viene a consistir en que algo tan minúsculo e insignificante como el aleteo de una mariposa puede tener unas repercusiones descomunales a miles de kilómetros de donde se ha producido. Claro, en una época de globalización, término extendido desde el mundo de la Economía, y de redes sociales, parece que el efecto mariposa se ha hecho presente con una constancia casi diaria y más desde la aparición de la pandemia.

La ciudad de china de Wuhan, de la que pocos habían oído hablar, señalada como el epicentro de la propagación de la COVID19, se incorporó a nuestra conversación cotidiana como si fuese un sitio al que todos hubiésemos ido y lo mismo ocurre con cientos de situaciones que, sin ser tan graves como una pandemia, desde luego nos confirman que cosas insignificantes pueden tener consecuencias impredecibles.

En un ámbito más reducido y menos apocalíptico, bastan unas declaraciones de un político para que haya que ir a Marruecos y Senegal a pedir que pongan puertas al mar de la migración, o las de otros para que medio país se eche a la calle contra una ley que ni se han leído (quizás el que dio origen al asunto tampoco), o que unas multinacionales farmacéuticas digan, eso sí, sin una línea en revistas científicas aunque sean de poco renombre, que han encontrado una vacuna, o varias, contra el coronavirus para que suban sus acciones en bolsa y todos nos demos ya con la dosis en el bolsillo, que no en el brazo, o que todo un presidente americano, ya en funciones aunque le parezca mal, se posicione como una especie de okupa en la Casa Blanca para que las democracias de medio mundo se sientan más democráticas que ninguna. Porque lo sustancial del efecto mariposa es que el primer aleteo queda diluido en sus enormes consecuencias; muchos tendrán dificultades en recordar, si es que alguna vez lo supieron, cuál fue el detonante de la Primera o la Segunda Guerra Mundial, pero nadie ignora que las hubo.

Pero el efecto mariposa tiene también su presencia mucho más casera e individual, y algo minúsculo y en apariencia circunstancial, e incluso insustancial, puede acarrear toda una revolución en nuestro pequeño microcosmos, que es nimio en el conjunto del universo, pero esencial para nosotros, porque es nuestro y es con el que tenemos que caminar ni más ni menos que toda una vida, como la canción que compuso Osvaldo Farrés para Antonio Machín, con el agravante de que somos nosotros solos los protagonistas.

Una mirada dejada caer de soslayo, una palabra dicha con entonación distinta, el encuentro con un amigo del amigo, o la hija de una amiga; el mero azar de un ascensor, recoger una cartera que se ha caído al suelo, acercar un vaso alejado en una mesa, pedir disculpas aun no teniendo culpa de nada, o avisar de que el semáforo se ha puesto en verde, cualquiera de estas y otras miles de escenas, mariposas en el trasiego de nuestra vida, puede desencadenar un cataclismo en nuestro interior.

Porque cualquiera de ellas puede arrancarnos una media sonrisa mientras sentimos que nuestro mundo estable se descoyunta por dentro, aunque a veces nos neguemos a reconocerlo, el estómago se encoge y, de repente, un desconocido hasta ese aleteo, o conocido desde la distancia, se instala en nuestra vida, abre las puertas de nuestro almario y en modo zafarrancho de combate se pone a adecentar el local como si siempre hubiese sido suyo y solo suyo, recoloca objetos y otros directamente los lanza por la ventana sin más miramiento y sin pedirnos permiso, que el efecto mariposa siempre es irreverente y descomunal. Y cuando ha acabado con su frenesí de renovación, coge una silla, se sienta a horcajadas y con los brazos apoyados en el respaldo nos mira fijamente a los ojos diciendo y ahora qué.

Y el ahora qué es que, sin más, ni menos, se sitúa en el centro de nuestra vida, y tanto que sus problemas, sus miedos, sus risas y sus lágrimas, sus sueños y sus realidades, sus palabras y sus silencios, sus pesares y sus alegrías se convierten no solo en nuestros, sino en los únicos, de manera que, siendo tan desconocida, ahora es una persona tan parte de nosotros que no nos reconocemos si no es a su lado y hasta llegamos a sentir que nada hubo antes de su llegada. Y con ella, el detalle más frágil y pequeño se convierte en el mayor de los tesoros que se pueda acariciar.

Con el tiempo, quizás olvidemos cómo fue ese aleteo, pero lo que no olvidaremos son sus consecuencias, porque el efecto mariposa personal ocurre una vez en la vida, si ocurre.