Tan, talán, tan, talán... El sonido de las campanas inundaba todas las estancias de la casa, situada a escasos metros de la iglesia del pueblo; el padre esperaba en el salón, mientras dormitaba en el sofá, acostumbrado ya a aquel sonido metálico que no le turbaba a pesar de su alto volumen. Era fin de semana, el colegio estaba cerrado y aun así tenía deberes – como todos los domingos–: estaba obligado a ir a misa y a escuchar el sermón de aquel afable señor de voz áspera e hipnotizante para los adultos, tediosa para los más pequeños.

 –¿Y tú, por qué nunca vas?– dijo el pequeño Andrés, con mirada escrutadora.

–Alguien tiene que hacer la comida, y además, la gente se prepara mucho y va allí a lucir el último modelito –contestó la abuela con socarronería, mientras le abrochaba el último y asfixiante botón de la camisa.

Su padre le dio la mano y salieron a la calle. Vio dos vecinas a lo lejos, que también se dirigían a la iglesia; las hermanas, que siempre habían vivido juntas, eran muy parecidas — casi intercambiables — y todos los domingos caminaban encopetadas hacia la parroquia, mientras pensaban en el ansiado vermut. Al entrar en el edificio, el padre saludó a las mismas personas e hizo los mismos gestos que todos los domingos anteriores. Dio comienzo la homilía y Andrés solo quería que el tiempo corriera veloz.

Entretanto, sus pensamientos estaban en la conversación del martes de esa misma semana; él y su amigo David habían visto un coche más grande de lo normal en la puerta de la ermita, gente alrededor con el rostro compungido, y habían lanzado unas cuantas preguntas a Carmen, la madre de su compañero. –El hombre que está dentro va durmiendo, echando una siesta muy larga – les dijo con ese tono tan característico del que se servían los adultos, en ocasiones, para evitar más preguntas. Aquel día, el sonido de las campanas había adoptado una forma muy distinta a la de los otros domingos, más lúgubre y pesada: talán... talán... talán...

El pequeño Andrés sintió que su estómago se encogía y decidió que no era el momento adecuado para seguir pensando en ese tema, que al parecer estaba reservado para los mayores. Aquel tañido desagradable nada tenía que ver con ese otro que había agitado al pueblo uno de los primeros días del verano: talán, tan, tan, talán, tan tan… — Tocan a fuego — aseguró la abuela con los ojos muy abiertos, sobresaltada. Salió de la casa y comenzó a correr con agilidad hacia el lugar de donde salía un humo muy oscuro, casi negro. El niño de pelo rizado, con el corazón alocado, corría detrás de ella mientras sostenía en sus manos un pequeño cubo lleno de agua, que días antes le había servido para construir un castillo de arena.

Aquel humo negro se esparcía por el cielo de todo el pueblo, tapando el sol y dando paso a una luz gris, como en los días de lluvia. En estos casos, y hacía muchos años, también se utilizaban las campanas para ahuyentar la tormenta. — ¿Hoy no tocan a tentenublo? — preguntaba siempre el pequeño Andrés cuando las nubes estaban a punto de descargar; sabía que la respuesta sería negativa, pero había aprendido esa palabra (ten-te-nu-blo), le gustaba su sonoridad, y tenía claro que aprovecharía cualquier ocasión que le permitiera utilizarla.

La abuela y el nieto llegaron sofocados al lugar del fuego y vieron a Francisco, el hombre que siempre caminaba con el ceño fruncido, dando órdenes a un grupo de jóvenes; Dorotea, la señora que le regalaba caramelos siempre que lo veía, ya no tenía esa sonrisa suya pintada en la cara y lideraba otra cuadrilla con gran maestría, respondiendo con firmeza a las preguntas tartamudas de los más aprensivos. Al final, los bomberos llegaron a tiempo y lograron amansar a la fiera incandescente después de varias horas; el tumulto se disolvió. “¡Menudo susto! ¡Todavía sigo asustado! ¡Qué asustadizo eres!”, se escuchaba en las conversaciones del día siguiente. Por su parte, Andrés creía que había sido un susto muy divertido, pero sabía que era una alegría censurable que debía guardar para sí; aquel día la monotonía de los días veraniegos se vio interrumpida gracias al incendio mientras el sonido de las campanas dibujaba ringorrangos en el aire como nunca antes y su corazón encabritado le colocaba en un estado de excitación que ahora anhelaba, mientras escuchaba la voz inacabable de don José.

Llegó el momento de dar la mano a los demás y el crío se sintió ligeramente aliviado; era el único momento del rito en el que le estaba permitido tomar parte, dado que no le dejaban ponerse el agua bendita en la cara ni tampoco tomar la hostia sagrada – él prefería llamarla “la pasta”–. Acabó el sermón unos minutos después, y el muchacho, antes de salir, fue hacia aquellos peldaños desgastados, situados en un recoveco de la nave trasera , y se puso de puntillas para agarrar con fuerza la cuerda que conectaba con la campana. Tratando de emular el sonido del día del humo negro, agitó el badajo con decisión: talán, tan, tan, talán, tan, tan...

El pequeño Andrés no era del todo consciente de ello, pero entre fuegos y fallecimientos, sustos agradables y temores nacientes, días fastos y nefastos, la infancia se deslizaba y se transformaba poco a poco en un añorado pasado que un día fue un presente vibrante.