Primero llegó el miedo a los que vivían en grandes ciudades, pero como yo era de pueblo y provinciana, no me importó.

Hubo un momento en que los de Madrid se vinieron a los pueblos de sus padres, abuelos y bisabuelos de Zamora, como si el aire puro y el vacío de la España vaciada les pudieran garantizar no caer enfermos del virus o contagiarse menos. Era lógico pensarlo porque las autoridades en los telediarios o los partes, nos decían que había que guardar distancias y confinarse en casa para vencer al bicho.

La soledad encerrada en casa -ahora llamada confinamiento- y las distancias entre personas, ya eran normales desde hacía muchos años en nuestros pueblos: cerrar bares y tiendas y escuelas ya se había hecho; y las grandes superficies comerciales y centros de ocio no hacía falta, salvo el frontón que se llama ocio ahora, y los más ricos la piscina. Garantizado el confinamiento en casa o en el poyo de la puerta, porque ¿a dónde vamos a ir si no hay ni bar?, lo que sí se cerraron fueron los consultorios médicos. Algo que no se entiende porque lo del coronavirus es una enfermedad ¿no? Y se necesitarán más médicos en lugar de menos, según pensamos por aquí, sin entrar en política, ni politiqueos, ni nada.

Aunque politiqueo sí que ha sido que cuando el Gobierno impuso el estado de alarma por el miedo inicial a lo desconocido, cada uno mirara a su territorio para exigir autonomía apelando a las competencias en sanidad; y cuando se ha extendido la crisis sanitaria y la económica a todas las comunidades, todas miren al papá Estado pidiendo medidas para ambas crisis y alguna más, o critiquen el descontrol político y el desconcierto ciudadano ante los diecinueve paquetes de medidas diferentes de diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas, cambiantes en función de sus consejerías de sanidad y sus variopintos asesores.

Después llegaron las muertes y contagios en todos los pueblos, pero como Zamora todavía resistía como si de la aldea gala se tratara, no me importó.

Y tras echar la culpa durante todo el verano “a los de Madrid” (entendiendo por estos a los de Barcelona, Bilbao y cualquier parte del mundo donde habían emigrado los veraneantes del pueblo); y tras ver a los nietos y nietas desde la óptica de la “madrileñofobia” (que quién les mandaría a sus padres irse hace años y volver ahora que se les ponen las cosas malas, y pobrecicos, que menos mal que tienen pueblo al que venir), resulta que se han vuelto las tornas. Madrid no está confinada, los contagios y muertes descienden y están por debajo de Castilla y de León juntas y separadas. Y los madrileños son la envidia sana de España porque mantienen la hostelería abierta y los grupos de diez personas en las casas.

Ahora han cambiado las tornas y en Zamora se disparan los números negativos de la pandemia en comparación con el resto de España. Pero no es tarde.

No es tarde aunque sigamos con la boca abierta bajo la mascarilla por el giro tan sorprendente que están dando los acontecimientos, sin explicarnos por qué la hostelería mata en Zamora y Cataluña y no en Madrid, y por qué acercarse a la fuerza en el metro abarrotado contagia menos que salir a la calle vaciada de la región con las calles desiertas a partir de las 10 de la noche.

No es tarde aunque por primera vez nos demos cuenta de que existen las fronteras interiores en esta tierra llamada España o Estado español. Pero ¡no!, no es porque España se rompa según quien apoya o deja de apoyar los presupuestos del Estado, sino porque en las invisibles fronteras de las naciones, nacionalidades, comunidades y regiones (¡ay! quien no recuerda aquellos viejos debates del café para todos, no resuelto aún pese a los descafeinados, capuchinos, “café lattes”, exprés…), sucede que dos pueblos fronterizos con la misma o distinta habla pero que se entienden, parecidos habitantes, iguales costumbres y la misma ruinosa economía, se diferencian porque uno tiene el bar abierto y otro no, según haya decidido el Gobierno de su comunidad. La escuela y el consultorio están cerrados en los dos, pero la hostelería y los bares dependen de la “ayusada” en Madrid o la “igeada” en Castilla y León.

No es tarde aunque pueda pasar como en Madrid, que permite a los madrileños salir de su territorio con liberalidad, pero como todos los demás están confinados no pueden hacerlo. Con lo que la culpa no es de una señora que se está haciendo famosa llamada Ayuso, sino de varios señores que gobiernan alrededor de la isla de liberalismo madrileño, del que no se puede salir ni volando, pese a que una niña de seis años diga en el bar, ahora cerrado, y mirando al cielo: “estáis tontos, ¡si el espacio es de todos!”.

No es tarde porque la niña tiene razón. El espacio que es de todos, al que intentan poner fronteras invisibles como a la tierra que debería ser para el que la trabaja, no frena al virus que se propaga por el aire en todo el mundo. Pero para vencerlo necesitamos “todas las manos todas, toda la tierra toda”.

Ante esta pandemia sanitaria, como ante las pandemias sociales y económicas que se extienden por el mundo, sólo caben soluciones conjuntas y solidarias, empezando por romper las fronteras que no existen pero separan a la humanidad en continentes, países, naciones, estados, regiones, provincias, comarcas, mancomunidades, municipios, mi patria, mi pueblo, mi casa… y los de Madrid, los del botellón, los negacionistas, los miedosos y ¡la biblia en verso!

Y después recordar solidariamente que “cada vez que muere un hombre, todos morimos un poco” (Gabriel Celaya); que todos formamos parte del mismo paisaje, y que hay un virus que recorre el mundo y ha llegado a Zamora amenazando nuestra salud, nuestra vida y nuestras maneras de vivir: “no pienses que estoy muy triste, si no me ves sonreír” (Rosendo), porque bajo la mascarilla está la sonrisa como bajo los adoquines la playa.

Frente a cualquier pandemia sanitaria, social o económica, sólo cabe como siempre ese fantasma de igualdad y solidaridad que recorre el mundo, y que “nosotros le llamamos camarada” (Rafael Alberti)