Un año, cinco meses y un día. Así, como se definen las condenas carcelarias, se podría enunciar el tiempo que he permanecido al frente de la alcaldía de Prado. Alcaldía de la que hace escasos días he comunicado mi dimisión ante la Diputación y Subdelegación del Gobierno en Zamora.

Piensa mal y acertarás, asegura un refrán. Y por norma el refranero acierta, pero no en este caso. No hay acusaciones contra mí por prevaricación, malversación, maquinación para alterar el precio de las cosas o por blanqueo de dinero procedente de la droga a través de la venta de mis corderos.

Mi hoja de servicios está tan limpia como la del profeta Elías. Y salvo que el desánimo sea pecado, entonces y sólo entonces, aceptaré entonar el mea culpa. Porque es el desánimo el principal motivo que me ha impulsado a salir del paraíso de los pastores para reconducirme de vuelta al camino de la grey.

Prado es un pueblo de 39 vecinos y una media de edad considerable. Un pueblo, como Zamora entera, en inevitable peligro de extinción. La pretensión, al presentar mi candidatura, nunca fue la de salvar al pueblo, la España vacía no tiene cura, si no la de ayudar a procurarle un final menos malo. En eso he utilizado mi breve tiempo al frente del ayuntamiento, en trabajar por el bien común.

Una manzana podrida pudre a las demás, pero es imposible que una manzana sana consiga sanear al resto de manzanas podridas.

Un pueblo es muy similar a una empresa. Una empresa, en la que el alcalde vendría a ser el presidente y el secretario-interventor, el gerente. Para que una empresa funcione, es necesario que el presidente firme papeles y que el gerente realice una excelente gestión.

Si la alcaldesa no puede firmar porque tiene los ligamentos de la mano escarallados debido al manejo diario de ovejas, no pasa nada, para eso existe la firma electrónica. Pero si la secretaria-interventora no sabe ni hervir el agua para hacer unos macarrones, mal asunto, Houston tenemos un problema.

Un pueblo también se asemeja a una familia. Una familia multifuncional en la que la alcaldesa sería mamá. Mamá, que es quien toma las decisiones que nadie quiere tomar; quien se carga a la espalda responsabilidades propias y ajenas; y quien termina siendo la criada para todo y el Nazareno a quien todos quieren crucificar. Y luego está la secretaria-interventora, que vendría a ser el perro de la casa. Ya que ladre o no ladre, el plato con su nombre siempre va a estar lleno.

Ni la alcaldesa ni mamá cobran un duro, pero existe una abismal diferencia entre ambas. De alcaldesa se puede dimitir. De mamá no se dimite nunca. Ser alcaldesa puede llegar a ser descorazonador, pero ser mamá es sin duda el oficio más desagradecido e ingrato del mundo.

Por último, un pueblo es un ente con cierto parecido a la institución militar. En este supuesto, la alcaldesa ejercería la función de la figura al mando del batallón de vecinos. Planifica sobre el terreno la estrategia a seguir. Y estudia, valora o modifica, si hace falta, la táctica que mejor se adapte para cumplir con la misión. Y cuando se equivoca, asume las consecuencias de sus actos. En este ejemplo, la secretaria-interventora sería los protocolos de actuación, que vienen impuestos desde arriba por un alto mando que muchas veces entiende tanto de guerra como los jugadores del Call Of Duty.

Hace tiempo que las administraciones provincial, regional y nacional, tenían conocimiento de las múltiples denuncias, que he interpuesto contra la secretaria-interventora, justificadas en la indolencia y dejadez de que hace gala a la hora de realizar las funciones por las que cobra a cargo de todos.

Ahora, además, tienen la comunicación de mi dimisión sobre la mesa. He fracasado. Como figura al mando, me reconozco incapaz de cumplir con la misión: conseguir para el ayuntamiento de Prado un nuevo secretario-interventor que cumpla con su deber. Hay que saber decir: “No sé hacerlo mejor”. Hay que saber hacerse a un lado y dejar paso a quienes sí sabrán como hacerlo. Y eso acabo de hacer.

(*) Ganadera y escritora