A mi amigo Ricardo Fernández del Moral, gran cantaor y guitarrista

Acababa el verano de 1931 cuando en Fuente Vaqueros, un pequeño pueblo de la vega granadina, su alcalde, Rafael Sánchez Roldán, panadero y miembro del PSOE elegido en las elecciones de abril de ese año, tuvo la idea de crear una biblioteca en la localidad. Y en septiembre, cuando se inauguró, quién mejor que fuese Federico García Lorca el que dirigiese unas palabras para conmemorar el evento.

Mucho dijo García Lorca en el extenso discurso dirigido a sus paisanos, pero quiero resaltar aquí estas palabras: “No solo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales (…). Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en esclavos de una terrible organización social”.

Como su grito de “¡Libros!, ¡libros!” en ese mismo discurso, las palabras de García Lorca se levantan enfurecidas de su tumba ante el anonimato en el que ha caído la cultura en estos tiempos de pandemia. Porque cierto es que la salud es lo primero, y no es menos cierto que también se habla de economía, porque sin ella tampoco hay salud. Pero también es verdad que un silencio asesino se ha cernido sobre la cultura en el debate político, en la información y hasta en la vida cotidiana.

Recuperar el turismo, los restaurantes, bares y hoteles se ha convertido en un mantra que, como las amadas envueltas de distancia, nos acompaña del amanecer al anochecer como si solo y nada más que eso hubiese que salvar cuando pase tanta devastación producida por la COVID-19. Y bien está, pero no solo de pan vive el hombre.

El abandono en el que desde el pasado mes de marzo ha quedado casi cualquier manifestación cultural es escandaloso, trágico, injusto y, sobre todo, da buena cuenta de en manos de quiénes estamos en estos tiempos, sean de uno u otro sesgo político. Se habla de cifras astronómicas para rescatar determinados sectores, de medidas de seguridad para que puedan funcionar, de salvar la liga de fútbol y hasta de que viajar en metro no tiene especial incidencia en los contagios pese a que las normas de seguridad frente al contagio son para revolcarse de risa, pero poco de ello llega a lo que tenga ver con la cultura y así tablaos flamencos, teatros, cines, museos, librerías, conciertos y un largo etcétera van despareciendo y con ellos no solo familias, sin duda importante, sino algo mucho más trascendental: se ha instalado la castración de la creatividad, de la imaginación, de ver más allá de lo que los ojos nos muestran.

Ya dijo Orson Wells que la vida se parecía al arte y justamente el arte en todas sus manifestaciones es lo que se está dejando atrás en estos momentos en los que, precisamente, más imaginación hará falta si queremos salir de la crisis en la que nos ha puesto la pandemia, crisis que va mucho más allá de la económica y social, para ser un crisis de identidad colectiva y personal para un mundo en el que las seguridades que parecían tan sólidas y eternas han sido dinamitadas por algo tan minúsculo como un virus y que cuando se supere, porque se superará, lo que sí que nos habrá quedado claro es que nuestra existencia es bastante más frágil de lo que creíamos. Y ahí es en donde todo lo relacionado con la cultura puede ayudarnos a recomponernos como individuos y como sociedad, porque es la creación y la contemplación del arte los que nos permite alzarnos sobre la realidad no para evadirnos, sino para dar nuevas soluciones y, sobre todo, nuevas ilusiones para seguir adelante y si bien grandes pedagogos de la talla de Davidson, Trilling, o Kivunja, como señala Yuval Noah Harari, invitan a la escuela del siglo XXI a que se centren en enseñar las “cuatro ces”: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad, todas ellas, en especial la creatividad, la más esencial, habita en la cultura y esta ha sido abandonada a su suerte, que no pinta precisamente buena.

Hace unos días me escribía una tan gran lectora como amiga que estaba sintiendo, y sobre todo viviendo, a pesar de estos tiempos, que lo que había leído se hacía realidad y no era solo literatura. Y es que ahí está la grandeza de la lectura, de escuchar una soleá, de contemplar un cuadro, de asistir a una representación teatral y el largo etcétera que compone eso que llamamos cultura: agitarnos de nuestra vida rutinaria, y a veces desolada, para invitarnos a soñar y a hacer realidad esos sueños sea cual sea el tiempo que nos ha tocado vivir, porque son las manifestaciones culturales las que abren nuestra mente a nuevas sensaciones, emociones, ilusiones, deseos, que incluso ni sabíamos que habitaban en nuestro interior, pero que una vez puestos al tablero tras la lectura de un libro o la asistencia a una exposición se levantan por encima de nuestra mediocridad y reclaman su derecho a hacerse y ser nuestra realidad cansados de ser solo un ideal en la neblina de nuestra alma, a veces hasta negados por la razón, para presentarse sin ataduras ni reglas y empujarnos a lo que escribió Goethe: "Lo que puedas hacer, o sueñes que puedes hacer, empiézalo."

Termino como empecé, citando a Federico García Lorca, quien en una de sus múltiples conferencias dijo: “Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo”. Pues eso, y con permiso de García Lorca, que los grandes siempre son condescendientes, me permito señalar que un Estado que no ayuda y fomenta la cultura, si no está muerto, está moribundo. Y lo peor de todo es que nosotros también.