Abres la ventana y la niebla estalla. La onda expansiva te mete aún más dentro de ti, donde vive lo más íntimo, aquello que no le cuentas a nadie. Hoy es uno de esos días en los que todo queda suspendido en medio del vacío. El “tinnitus” silencia el ruido de la vida que apenas respira, entrecortado, por la chimenea. Se para el tiempo, la espera congela lo que está por venir que, agazapado, se esconde en las telarañas del smartphone. Casi desnudos, los árboles intentan tapar sus vergüenzas y lo que hacen en enseñar la celulitis de sus ramas que invitan a la poda, a cortar para renacer. No está la mañana para airear banderas blancas, el culebrón se esconde por debajo de la cáscara y se remueve inquieto, ¿por qué ha venido?

Más allá de la tapia interior no hay nada, no se ve nada. Acaso el perfil borroso de cuatro chopos viejos que esconden sus miserias. Ni las chovas quieren juerga, que deben estar en concejo abierto, como decía don Miguel. ¿Dónde se posan los pájaros cuando no hay marco, cuándo el campo desaparece? Dentro bulle el papel satinado de la espera donde se arrebujan las dudas. Ahí, al lado, la gente sigue muriéndose sin saber por qué. Se van sin poder despedirse. Nunca las habitaciones blancas fueron tan negras.

El mundo está empeñado en suicidarse y para eso ya se ha puesto a la tarea de hacerle un nudo al futuro. Los titulares hacen más daño que el covid: “Hungría y Polonia vetan el Fondo de Rescate que tanto necesita España. ¿Y ahora qué?”. La niebla es lo que tiene, que refuerza el calor del hogar, que rescata el útero donde un día se posó la vida. Es un instante de terciopelo bermellón cuando estás dentro.

La puerta acristalada de la cocina me sirve la imagen del día, la que acolcha los efectos de todos los males, la que disipa la niebla y esa sensación finisecular que se posa en todos los pensamientos: ahí están, plantados, juntitos, mirando curiosos (y nerviosos) a dos pardales que se apiporran de pienso de perro.

Están separados poco más de tres metros. Rais está de pie, sujetando a duras penas su cadera, y Zara, sentada, tensa, no pierde detalle. Es la vida. La que va a durar siempre, a pesar de la niebla y todo lo demás. Ahora sí: voy a airear la bandera blanca.