Apoyó la mano en el alféizar de la ventana, creyendo que lo hacía sobre la barra del bar. Y esperó, pacientemente, a que le sirvieran un café; un café cortado y caliente, que es como a él le gustaba tomarlo. Pasaron los minutos y el café no aparecía por ninguna parte. Y pensó que, tal vez, el camarero no había entendido bien lo que le había pedido. Así que decidió volver a llamarlo, para que tomara nota de nuevo. Miró a su alrededor. No pudo encontrarlo. Pero si vio ante él una calle estrecha y unos automóviles aparcados. Y oyó el golpeteo de unos zapatos taconeando sobre la acera, cuyo sonido se iba amortiguando a la medida que una mujer se alejaba. Y se quedó pensando. No entendía lo que estaba pasando.

Pequeñas historias como ésta ocurren todos los días. Gente que se despista con más o menos facilidad. Personas que creen vivir en otro mundo y que, en un momento determinado, no saben dónde están, porque han perdido el hilo conductor de la realidad. Ciudadanos a los que no le gustan las cosas tal como son, y se inventan otra historia hecha a su medida.

Todo el mundo tiene derecho a ser intérprete de su propia historia, y poeta de sus propios versos, pero lo que no se puede pretender es que esas poesías le gusten a los demás, y mucho menos que les interese su particular historia.

Esos lapsus, más o menos, bien o mal intencionados, suelen carecer de trascendencia cuando solo afectan a sus protagonistas o, en el peor de los casos, a un pequeño círculo de personas. Pero el problema se agrava, de manera latente, cuando quienes participan en ellos ocupan cargos de responsabilidad u ostentan altas cotas de poder, porque sus despistes afectan de manera lacerante a gran número de ciudadanos. Y aun es peor cuando esas historias se cuentan perturbadas de manera mal intencionada, con el propósito de engañar a quienes las escuchan.

Hace unos días el Gobierno (PSOE, Podemos) ha publicado una Orden en el BOE para controlar la difusión del aluvión de falsas noticias que nos asaltan, sin piedad, todos los días. E inmediatamente, la oposición (PP, C´s y Vox) le han saltado al cuello, por entender que eso afecta a la libertad de expresión. Hasta ahí, una historia que cualquiera podría entenderla. El problema reside en que lo mismo o algo parecido propusieron hace dos años, los que ahora se oponen (PP, C´s y Vox) y entonces fue rechazado, también de manera fulminante, por quienes ahora lo proponen (PSOE y Podemos)

De manera que las personas, ajenas a esos tejemanejes, nos hemos quedado con las ganas de entender algo, y pendientes de darle la razón a alguna de las partes, o a ninguna de ellas. Todo ha quedado a expensas de saber si ha podido ser un despiste mal intencionado, o un disimulo propio de quien hace como que vive en otro mundo, porque el despiste exento de mala intención ha quedado descartado.

Afortunadamente, la gente aún no ha perdido el don de la suspicacia y entiende que eso de filtrar la información, de separar el grano de la paja, y la verdad de la mentira, si se hace de manera unilateral puede resultar peligroso para la democracia. Como también entiende el peligro que comporta la inacción, ante la avalancha de “fakes news” que trastocan la realidad con el ánimo de alterar la marcha de los países, incluidas sus elecciones.

Todo el mundo entiende que algo hay que hacer para atajar los ataques a la verdad. Y muchos, quizás sean de la opinión que debería ser una entidad la que se encargara de ello. Pero no una entidad manipulada, sino una sin nombre y sin apellidos, para que la imparcialidad de sus actuaciones quedara garantizada. Un organismo independiente que velara porque a los ciudadanos no le llegaran noticias falsas, ni datos elaborados en laboratorios siniestros. Un organismo trasparente y fiable, más cerca de la Justicia, con mayúscula, que de los gobiernos de turno.

Al igual que la gente sabe que no tienen por qué gustar a los demás sus versos, el gobierno y la oposición también deberían saber que no tienen por qué gustarnos los suyos. Menos mal que a la gente le sigue gustando leer a los poetas clásicos, los que han dejado huella, los que, a poco te lo propongas, puedes llegar a entenderlos. Esos que, cuando quieres darte cuenta, han hecho que te detengas en alguna de sus estrofas, como, por ejemplo, en aquella del “Pequeño vals vienés” que escribiera Lorca:

“Llevaré un disfraz de río/ El jacinto silvestre en mi hombro/ Mi boca en el rocío de tus muslos / Y enterraré mi alma en un libro de recuerdos”

Participar de la belleza de versos como esos estimula, y si no resultara suficiente, siempre podríamos tararearlos con la música que le puso en su día Leonard Cohen, el gran cantautor de la voz grave. Y es que los poetas no necesitan engañar a nadie. Por eso, no les cuesta ponerse a la altura de la gente y hacerse entender.