Ateridos de frío. Así deben estar, tiritando en esos escasos centímetros cuadrados de infinita soledad. Es mediodía y del alto de Carmona, justo donde empiezan las estribaciones de La Culebra, baja el olor de los pinos. El cielo está azul. La brisa arremolina la hojarasca en torno al portón de entrada y desde la solana llega como una imposible y apenas perceptible melodía de somnolientos cencerros. Es uno de noviembre y el cementerio de mi pueblo resplandece. Está de gala.

Dicen que la afluencia de gente no es la de años anteriores, que la pandemia ha reducido el número de visitantes y su esplendor no es el de antaño. Podría ser, pero, aunque así fuera no ha perdido galanura. Los ramos de flores, primorosamente dispuestos en las asimétricas calles, son señal inequívoca de vida y, una vez más, han vuelto a conformar el fantástico atavío que evidencia un entrañable testimonio de gratitud y apego.

Más allá de la significación cristiana, el embellecimiento floral de los cementerios forma parte de una tradición que se remonta a nuestros ancestros. Bajó de las majadas antes que las llanuras se parcelaran y convirtieran en heredades, a todos alcanza sin distinción de ministerio y en esta tierra fronteriza que tanto sabe de tintas y pergaminos surge con la naturalidad con la que crece el grano. No está escrita en los libros y cuando nosotros nos hayamos ido otros la continuarán con el mismo reconocimiento que ahora expresamos a quienes por aquí pasaron.

Leo los nombres y las fechas. Están grabados en los epitafios junto a sentidos mensajes con palabras doradas que tienen un no sé qué de sortilegio. “Siempre”, “espérame”, “nunca”, “jamás”. Oigo sus voces, me llegan de todas partes confundidas con las de los que aquí quedaron. No doy crédito. Es como si hubiera desaparecido esa línea divisoria que separa la vida de la muerte o el tiempo se hubiera detenido en algún momento de sus biografías. La cabeza me da vueltas. Tengo vértigos. Me siento un intruso entre tanta confidencia y por un momento percibo la realidad corpórea de todos ellos a mi lado y departiendo.

He perdido la noción del tiempo. Es hora de regresar, pero antes de abandonar el camposanto descubro en uno de los laterales una pequeña tumba sin lápida alguna, ni tan siquiera una losa que la señale. Nunca había reparado en ella. Está marcada en la tierra con pétalos de rosas blancas y rojas formando un rectángulo con una cruz de madera carcomida en uno de los extremos. Quizás sea la más humilde de todo el cementerio y debe tener muchos años porque el tiempo ha borrado el epitafio por completo, sin embargo, en el centro hay un ramo de margaritas recién cortadas. Siento un escalofrío. La noche está a punto de caer. Vuelvo a casa.

Uno de noviembre, el día de todos los Santos. Celebramos a los muertos y el cementerio de mi pueblo resplandece dentro de sus cuatro paredes de piedra recién lavadas con el agua de las últimas lluvias.