Verano extraño, éste del 2020. Preocupadas, nos afanamos en proteger a nuestros hijos con una naturalidad fingida, recreando mundos imaginarios con tesoros (y despojos) de un monasterio que un día señoreó un mapa impensable.

Y mire usted por dónde, que la imaginación infantil es infinita, porque la propuesta les cautivó: rastrear restos del Monasterio en su propia granja-aldea: capiteles, pilas, basas… sobras, a fin de cuentas, de lo que un día se expolió de aquella abadía, “a duro sevillano” el carro de piedra labrada, pero nunca para el propio pueblo de San Martín, sus gentes no podían permitírselo y recogieron lo que sobró e incluso ni eso.

Llegado el momento, comienza “el veo, veo”... No son castañas, son pilas que sirven de abrevaderos, columnas cuya interpretación debemos al entrañable arqueólogo F. Miguel: “¡Firmes! La cabeza, capitel; el cuerpo, fuste, y los pies: la basa”. Camina, busca y rebusca… y todo aparece desparramado y en un sinsentido que da grandeza a la humilde condición de algunas viviendas. Pero ahora vamos con las dovelas (nombre guapo): ¡A ver, juntas son un arco iris, quitas una que se llama clave y todo se viene abajo! Para los “exploradores bajitos” esto es de “blanca y en vasija”, para los adultos –domesticados, por desgracia- es un arco iris que se pierde en el espejo de azul intenso y el insondable fondo del Lago.

Y es muy complicado explicar, mientras los móviles tocan a fuego, hacer entender a los rapaces que lo que antes era pinjante ahora es saliente y que, no por azar, aparece en arranques de escalera o en balaustradas de cierto postín y a modo de bienvenida. Pero, por fortuna, la niñez sabe mirar del revés, cuestión de invertir la cabeza y todo un ejemplo en los tiempos que corren y asustan:

-Son moños, dice una de las niñas. Y, oye, visto así hasta tienen parecido con mismísimo peinado de María Antonieta. Nueve “moños” contamos, con la firme promesa de que la próxima vez las niñas vendrán equipadas con cámaras, lupas, papel y lápiz.

Al contrario de la tarde anterior, hoy el sol aprieta y nos obliga a buscar la sombra cerca de la bancada del horno. La dueña de la casa del lado sale a saludarnos, preguntando por la salud, la familia y la razón del paseo y, al despedirnos, me llama por mi nombre y me dice que si nos vamos sin visitar la piedra más importante de la aldea. Que yo supiera, por esa zona lo teníamos todo visto, y ella, viendo mi gesto de ignorancia manifiesta, nos guía hasta una piedra que nos deja maravillados; labrada con esmerado buril, majestuosa y soberana, muestra dos ruedas y nos llama especialmente la atención la que se configura a modo de laberinto, sin principio ni fin, con un entrelazado digno de postal. Suena la alarma de mi reloj que me recuerda una proyección sobre el Románico Atlántico en la iglesia.

Ya en el templo, y a la espera, entretuvimos a las pequeñas buscando una ranita que se esconde graciosa y discreta. Con el frío/caliente vamos acercándonos hacia su escondrijo, y allí está ella: en la parte baja del columnario. Manola llega apurada y disculpando la tardanza, pues le han avisado de un entierro y tenían que disponer el espacio en el cementerio.

A la salida del acto, desde el muro del propio campo santo, observamos un llamativo movimiento de gente en él, algo que le comento a mi madre cuando llegamos a casa. Ella me cuenta que existe una tumba que nunca se levanta y que se mantiene siempre limpia y con flores en memoria de la mujer allí enterrada en un merecido descanso y recuerdo eternos:

Jacinta, mujer humilde. Jacinta, mujer sencilla. Siempre fiel a su pañuelo negro, su mantón, su moradana, donde guardó los secretos de cada alcoba, de cada casa.

Indagando sobre su vida, cuando agosto se despedía, fui reconstruyendo una existencia digna de tejer en filandar. Jacinta fue la comadrona de la parroquia, una mujer valiente que no sólo sacó a sus hijos adelante (tras dejarle su marido por una trinchera y otro nido), sino que con su sabiduría, temple y buen hacer había ayudado a venir al mundo a muchos retoños de la montaña.

Pasados dos meses largos, y ya que hoy es la festividad del patrón San Martín, una persona amiga, Lauro Anta Lorenzo, que conoce muy bien la documentación del monasterio y esta tierra nuestra, me anima a escribir y enriquece estas páginas porque le ha encandilado –dice- tanto la “la joya de piedra” como la historia de Jacinta. Y yo lo hago encantada y agradecida.

Para no traicionar la memoria vuelvo a visitar la piedra labrada. Dibujo, en el aire y con los dedos, los hilos de su composición y me viene a la cabeza una información que me dio la nieta de la partera: Jacinta murió el mismo año que yo nací… y emocionada, siento que sin ella no habría piedras, ni rutas, ni historia que contar, porque, si no es por ella: muchos de los que andamos por aquí no existiríamos. Otoño extraño, éste de 2020.

¡Viva San Martín y que muchos años viva!