Castilla y León vive su primer fin de semana de un confinamiento “de facto”. Aunque el Gobierno no haya querido modificar los aspectos legislativos del estado de alarma para dar cuerpo jurídico a un encierro domiciliario, las restricciones impuestas desde la Junta, aún a la espera de la validación judicial, van encaminadas a ello. Como ya han hecho otras autonomías y países europeos, desde el pasado viernes los restaurantes y bares han echado abajo la trapa, en principio hasta dentro de dos semanas. Lo mismo ocurre con las grandes superficies, salvo las dedicadas a alimentación, e instalaciones como los gimnasios. Las nuevas normas se añaden al toque de queda establecido desde el mes de octubre, desde las diez de la noche a las seis de la mañana y la imposibilidad, salvo excepción justificada, de entrar y salir de la comunidad autónoma. Si a ello sumamos las recomendaciones de reducir la interacción social, con la limitacion de los grupos y aforos, cabe concluir que al COVID-19 se le combate con las mismas armas que hace seis meses, como si en todo este tiempo nada hubiera servido de lección.

Asistimos a un mortífero vaivén con consecuencias sanitarias y económicas incalculables. Hemos llegado a noviembre con los hospitales al borde del colapso y con cifras de contagios y muertos que ya han superado las de la primavera, o “primera ola”. Dos centenares de víctimas mortales en Zamora, más de 3.500 en Castilla y León. Cifras oficiales que, en realidad, son muchas más. Así se demuestra con los cambios de criterios en los recuentos del Ministerio de Sanidad.

Seis meses después de la declaración oficial, lo único claro de la pandemia es la incertidumbre y el desconcierto. Horas antes de que se pusieran en marcha las medidas que ahondan en las restricciones, días después de establecerse el cierre perimetral de la comunidad, la perplejidad y la impotencia dominaban la tónica general entre unos ciudadanos cada vez más hastiados, más confundidos. En las tiendas de Zamora, este viernes los clientes preguntaban a los vendedores si iban a abrir o si cerraban, los hosteleros, que han invertido sumas cuantiosas en cumplir las normas de seguridad obligatorias impuestas tras el primer confinamiento, mostraban su desesperación, una vez más, ante el negro panorama de depender de ayudas de la Administración que no llegan o no lo hacen como el colectivo pretende.

El cierre de los locales de uso público responde a una razón de índole sanitaria: la facilidad de transmisión del virus en espacios cerrados y mal ventilados. Es la consecuencia de los llamados aerosoles, que dejan el virus en suspensión y, con ello, preparado para el contagio, aunque el Ministerio de Sanidad aún se resista a reconocer un efecto cada vez más evidente para la mayoría de la comunidad científica. El mismo efecto, por cierto, que se da en una reunión familiar o de amigos que permiten, todavía, en alguna comunidad autónoma dentro del ámbito domiciliario. Ante el desconcierto de una pandemia que continúa su expansión sin límites, el encierro se ha convertido en la medida drástica que mejor funciona para detener la propagación. Los comerciantes y, en particular la hostelería, se han convertido, de paso, en peones de una ceremonia de la confusión que, lejos de aclararse, se complica ante la ausencia de criterios homogéneos, de una dirección clara y precisa.

Cada reunión del Consejo Interterritorial de Salud se inicia con el objetivo demandado de establecer criterios homogéneos y acaba de la misma manera: 17 criterios distintos, uno por cada comunidad autónoma. El desconcierto está servido. A pesar de los avances en el conocimiento del coronavirus todavía existen numerosas incógnitas y excesos de confianza en panaceas como la vacuna. Solo ahora se admite que pasarán meses hasta que se pueda aplicar en masa y tampoco aparece tan claro el horizonte de finales de año para disponer de las primeras dosis. Con la transmisión comunitaria ya declarada en provincias como Zamora, la línea de Atención Primaria y los rastreos, que siguen siendo claves para la detección precoz de los brotes, ha quedado superada por una ola iniciada en el mismo verano, como reconocía en estas mismas páginas la prestigiosa investigadora Margarita del Val.

Si a ello le sumamos la indisciplina de un grupo minoritario, pero con suficiente capacidad de transmitir el virus con conductas incívicas, más los descuidos o excesos de confianza del resto, las autoridades solo encuentran como receta a aplicar el mandarnos para casa ante lo que la científica califica ya como tercera ola de consecuencias temibles. Una medida, el confinamiento, que propina un hachazo mortal a economías que, como la zamorana, tiene en la hostelería y en el comercio dos de sus principales pilares.

Desde el viernes, de un plumazo, hay 2.300 negocios cerrados por fuerza mayor en Zamora, 150.000 trabajadores ven peligrar su puesto en toda Castilla y León. Las más negras previsiones se ciernen sobre Zamora desde el punto de vista económico, o eso vaticinan los expertos con una caída brutal del PIB, casi el 20%, muy por encima de las caídas, igualmente históricas, en la región y a nivel nacional. Sin embargo, salud y economía no son factores que puedan disociarse, ni podemos caer en los mismos errores que en marzo. Entonces todo el mundo mantuvo un concepto cortoplacista erróneo con el objetivo de salvar el verano en una temporada para la que solo contaba el turismo nacional y en la que había muchas ganas de olvidar tanta angustia acumulada. La situación saturada en la atención sanitaria meses más tarde, nos indica, sin embargo que no podemos repetir el mismo esquema pensando en las Navidades, porque la respuesta será un nuevo confinamiento en enero. Así solo consolidaríamos este peligroso vaivén que mata personas, tanto de coronavirus como de otras patologías que no son detectadas a tiempo o tratadas por el miedo de los pacientes o porque los sanitarios ya no dan más de sí sin los refuerzos en medios y recursos humanos que necesitan. Un tenebroso efecto rebote que aniquila puestos de trabajo y que deja en suspenso el futuro de millones de personas. Si dentro de un mes, las terribles curvas de contagios y muertes se aplanan y nos empeñamos en forzar reencuentros con familia y amigos.

Si salimos, como el verano, como si el coronavirus fuera cosa del pasado, el yoyó continuará con su maléfico recorrido a ninguna parte. En esta lucha cuenta tanto la coordinación administrativa, que no se da como debiera, como la disciplina del conjunto de la sociedad, que se relaja a la mínima ocasión y que, para colmo, asiste a la ceremonia de la confusión de medidas y contramedidas que difieren de un lugar a otro, que son interpretadas de manera distinta por los jueces. Que vulneran, sí, derechos consagrados como la libertad de movimiento, pero que también se atienen a las recomendaciones de los científicos, aún en pleno debate por una enfermedad desconocida y desconcertante. Nos jugamos la salud, pero también nos jugamos el futuro de las generaciones venideras.

Los jóvenes, que cargan con el sambenito de encabezar la rebelión absurda de confundir la libertad con poder tomarse un cubata de madrugada, son los que más tienen que perder en esta batalla que ganaremos, aunque la factura será muy cara y comprometerá a varias generaciones que tendrán que tomar el testigo en un cambio profundo y necesario tanto en lo social como en lo económico.