Durante la primera ola del coronavirus, que nos sumió en el largo túnel de la improvisación y el miedo, era casi comprensible que muchos de nuestros representantes públicos parecieran ese reloj estropeado que, sin pretenderlo, hasta acierta dos veces cada 24 horas. Pero, lo que ya no pensábamos era que la historia se iba a repetir meses después, con una segunda ola que está sacando lo peor y lo mejor de cada uno. Muchos de ellos se han parapetado tras una cansina verborrea intelectualoide con la que pretenden saltar el proceloso charco sin mojarse siquiera el dobladillo del pantalón, dando lecciones a diestro y siniestro mientras miran de soslayo el calendario electoral. Otra cosa no puede ser cuando escuchas a ministros como Alberto Garzón, acomodado en un cargo que, como el traje, le queda grande a pesar de la cortedad de sus competencias. Porque no hay medida que promueva que no ponga en contra a todo el mundo, y eso, en un país como el nuestro, ya es de por sí muy revelador. Aquí la impericia viaja en coche oficial, aferrada al poder de un cargo en la industria más boyante del país y exenta de cualquier ERTE: la dirigencia política.

Cierto es que la corresponsabilidad en todo lo anterior es, en primer lugar, de los electores, y después del funcionamiento orgánico de los partidos, donde prima más la obediencia ciega al jefe que otra cuestión. De ahí lo importante que es nutrir las listas electorales con personas sensatas y reacias al desaliento. Basta un simple vistazo para comprobar que, salvo honrosas excepciones, la política española, y la de los 17 pequeños ‘países’ que la conforman, es un saco voluptuoso de personajes del tres al cuarto en el que zigzaguean con vehemencia con tal de seguir con los pies (las manos, a saber) en el meollo de lo público. Un buen ejemplo de esto lo aporta el consejero de Políticas Digitales de la Generalitat, Jordi Puigneró, quien en un artículo periodístico asegura que el proyecto de la Agencia Espacial de Cataluña es “una gran oportunidad” para situar a su tierra en la “nueva economía incipiente: la del despacio de órbita baja”. Lo malo es que el juguetito en cuestión tiene un coste de 18 millones de euros, y no caídos precisamente del cielo. Pero no pasa nada, porque tendemos a perdonar el delirium tremens de quienes juegan al blackjack con el dinero de todos los contribuyentes. Y así nos va.