Mi padre nació en una pandemia y se murió en otra, 101 años de historia vivida de una generación que se nos va sin adioses ni homenajes. Vivía en Madrid pero a él lo que le gustaba era volver a su pueblo natal cada verano, Castronuevo de los Arcos, y sentarse a la puerta de su casa para ver la luna teñida de rojo ascendiendo en el horizonte cotidiano de los cielos de Agosto. Su última voluntad era ser enterrado en el cementerio de su pueblo para secar el hueso bajo el sol de la intemperie mesetaria. Tuvo la suerte de morirse antes de que se produjesen los cierres perimetrales de las diferentes comunidades autónomas, y antes del estado de alarma decretado en Madrid ante la situación sanitaria. Era un 27 de septiembre y su parte de defunción tenía una frase incómoda, causa de la muerte: COVID 19, tras un ingreso hospitalario rutinario se contagió en el hospital y falleció doce horas después del diagnóstico.

Las honras fúnebres se realizaron en un conocido tanatorio de Madrid con todas las medidas de seguridad prescritas por la dirección del mismo, y el féretro cumplía con las exigencias de seguridad determinadas por las autoridades sanitarias. Desde el tanatorio se debía proceder al traslado a su pueblo natal y para ello la empresa funeraria se puso en contacto con el ayuntamiento, abierto solo en franjas horarias determinadas al ser una pequeña localidad. La sorpresa vino cuando se me pidió que contactase con el alcalde de la localidad de Castronuevo de los Arcos que ante el conocimiento de la causa de defunción trató en un principio de impedir el traslado tanto del féretro como de las seis personas que desde Madrid acompañábamos a mi padre en su último viaje, alegando “motivos de seguridad del pueblo”, como si la comitiva de los supuestos “infectados” de Madrid fuese a propagar el virus por incumplir unas medidas de seguridad que estamos muy acostumbrados a cumplir. La falta de tacto y de sensibilidad del alcalde fue evidente así como su desconocimiento de las normas de sanidad exigidas en estos casos. El mismo me comunicó la posibilidad de hacer un bando municipal para proteger la salud de los habitantes de la localidad, bando que no fue necesario ya que la noticia corrió de boca en boca como la pólvora para avisar a todos del “peligro” que corrían si osaban ir a la Iglesia, haciendo uso indebido de la información recibida vulnerando la ley de protección de datos, derecho de todos los ciudadanos de este país incluidos los del pueblo citado. Se consultó el caso a Subdelegación de Gobierno y tras una diligente y eficiente reacción del servicio jurídico del tanatorio, enterramos a mi padre el 29 de septiembre día de san Miguel.

Nos recibe un pueblo vacío, de ventanas y puertas cerradas y ojos que miran a través de las cortinas la comitiva de “los apestados”. Nos acompañan a mi madre y a mí seis personas desde Madrid, amigos de la Universidad y un familiar cercano, todos con doble mascarilla y rociados de gel hidroalcohólico como perfume. El sacerdote de la localidad, ausente, deja un sustituto de un pueblo cercano con unas frías palabras que resuenan en una Iglesia vacía, ya que solo acuden cuatro familiares y un amigo de la familia, cuando el quorum legal permitido en ese momento era un tercio del aforo.

El cementerio no goza de servicio de enterramiento municipal, solucionamos el problema con un albañil conocido procediendo yo misma con mis acompañantes al descenso de mi padre a su última morada. Malo es el virus, pero peor son los bulos y miedo, que dividen a las personas y a los pueblos, nos sentimos solos y abandonados por una comunidad que mi padre amaba. La recta costumbre de acompañar a los hijos del pueblo a la Iglesia y darles santa sepultura empieza a ser casi un acto de provocación en estos casos, hecho que fue denunciado por una carta al periódico por parte de la profesora y amiga María Jesús Fuente en los días siguientes al entierro.

Una sociedad dividida por el miedo no sobrevive, si algo primó en los pueblos de Zamora fue la empatía y la solidaridad, pero el miedo y los falsos bulos las han dinamitado por los aires, se ha abierto una brecha entre “los apestados” de las grandes ciudades y el mundo rural, una brecha de rechazo que nos convierte en chivos expiatorios de posibles contagios aunque estemos limpios. Sit tibi terra levis, que la tierra te sea leve Marcos Bueno, el día de Todos los Santos no podremos ir a honrar tu memoria.

Marisa Bueno (Investigadora en la Universidad Complutense de Madrid)