El románico de Zamora con su piedra desnuda absorbe los colores del cielo anaranjado del amanecer, resplandece de marfil y ocre a plena luz del día, y se torna roja ¡por fin! en los abiertos atardeceres, antes de que la oscuridad sea vencida por la luz de luna. Ese románico de las más de veinte iglesias, el castillo, la muralla y el puente de piedra que paseamos, además de conformar el paisaje de la ciudad ha sido utilizado como símbolo de la personalidad de los que habitamos esta tierra: dureza, firmeza, inflexibilidad, austeridad, permanencia, fidelidad, fiabilidad, desnudez.

Esto puede ser debido a que el paisaje también educa y forja una cultura y una personalidad, al igual que la sociedad. De ahí que sea habitual atribuir a las piedras desnudas de nuestro románico nuestra forma de ser, aunque no esté resuelto el dilema sobre si es la sociedad la que hace al hombre, o si son éstos –más bien las mujeres- las que pueden transformar la sociedad. También los numerosos poetas que da la tierra han contribuido para afianzar y consolidar esa idea de Zamora como la “ciudad de las piedras”.

Sin embargo, los hijos e hijas criados entre las piedras del románico de la ciudad podemos transformarla para que sea más blanda, más flexible, un poco inestable, ligera, cambiante, mudable: la ciudad de los colores.

No es una idea descabellada porque precisamente es lo que hicieron en el románico original aquellos artistas y artesanos que construyeron con la firmeza de las piedras, pero pintaron de colores los tonos ocres de los monumentos e iglesias para protegerlas, pero fundamentalmente con una función didáctica: para enseñar en un tiempo en que las escuelas y el conocimiento del alfabeto no estaban al alcance de las gentes, por lo que los dibujos o representaciones pictóricas servían para educar y enseñar, además de decorar.

¿Qué pasó para que desaparecieran las pinturas del románico zamorano hasta tal punto de que no podemos imaginarnos las iglesias románicas de colores por fuera y por dentro, con portadas y capiteles decorados con pintura, y los muros interiores con representaciones religiosas al fresco? ¿Qué ha sucedido para que se hayan borrado del imaginario colectivo zamorano que nuestras piedras hoy desnudas estaban vestidas de colores al principio?

Aún se conservan algunos vestigios en iglesias de la ciudad. En un reportaje de este diario, José María Sadia nos informaba sobre las siguientes “joyas del románico”, que así llamaba a los restos de pinturas de tres iglesias: las pechinas de la ermita de los Remedios, las pinturas murales de la sacristía y el dragón en Santa María la Nueva y la portada policromada de San Vicente. Algunas de ellas conservadas porque se iniciaron en la época medieval pero fueron acabadas o transformadas mucho después e incluso con distintos estilos.

También es extraño que en la sociedad zamorana no se hayan alzado voces populares o de expertos para recuperar la imagen original del románico con sus muros pintados. Quizás sea por el olvido o desconocimiento en la mayoría de los casos; por los cambios y transformaciones que han ido realizando a lo largo del tiempo con el mismo valor artístico; por la opinión de los expertos que no son partidarios de restaurar sino de consolidar lo existente para no hacer de un monumento artístico un parque temático; o tal vez por la incredulidad y el rechazo social a que nuestras piedras claras pudieran haber sido pintadas alguna vez, como hicieron los curas de pueblo encalando los muros de sus iglesias construidas de sillarejos para que no se cayeran.

Lo que pasa en Zamora con la identificación del románico con la piedra desnuda no es tan raro. El Partenón de Atenas también estaba pintado de colores que tapaban el mármol con el que ha pasado esta obra universal al mundo de la cultura y del turismo. Pero evidentemente y desde el punto de vista de los expertos en restauración, no debemos plantearnos una “reconstrucción” del pasado que, como decía, convierta el arte en un parque temático –algo en lo que insisto porque en Zamora sí hay quien defiende hacer eso con algunos elementos desaparecidos de nuestro paisaje artístico.

Entonces, ¿tenemos que resignarnos a que Zamora sea una ciudad con el corazón de piedra?

¡Pues claro que sí! Un corazón de piedra duradera que siga latiendo, pero que sea como la que decía Claudio Rodríguez de Zamora: “Esta piedra no es muda”. Que cuente todo lo ocurrido sin traicionar a su alma honesta.

Por eso desde hace años, los hijos e hijas de las piedras del románico han ido llenando de colores las paredes de la ciudad. Algunos, afortunadamente los menos, sobre la piedra para poner su nombre donde los artistas anónimos de las obras de arte románicas no firmaron para que fueran universales y de todos. La gran mayoría y con apoyo de la sociedad, para continuar con la labor artística y didáctica del románico zamorano: conocer la antigua Vía de la Plata que aún existe y no olvidar la reciente Ruta de la Plata del Ferrocarril que ha sido desmantelada, en Pinilla; homenajear a artistas con la reproducción de sus obras en las calles de San Lázaro; recordar a los escritores y escritoras zamoranas a la vez que la lucha ciudadana del Cuartel Viriato sostenida por la Escuela de sabiduría Popular, como la llamó García Calvo en el matadero, transformado en centro de educación y cultura; un poco más arriba, en San José Obrero, encontrarnos con otro luchador desde el campo y el pueblo, Bariego, y a Coomonte que donó su escultura; recordar el pasado del barrio que en los años sesenta acogió a tantos trabajadores que llegaban desde los pueblos, en los Bloques; homenajear también a nuestros pueblos, a los oficios en la Lana, y a las tradiciones en La Candelaria, que no se pierden porque alguien las sigue viviendo, y porque forman parte del color de la ciudad.

Y muchas más pinturas espontáneas que han llenado la ciudad de colores, como los que tuvo ese románico que se puede seguir considerando un símbolo de nuestra identidad: con un corazón de piedra sólida que no se derrumba, dulcificado con las pinturas de colores que nos hablan de nuestra historia, de nuestra gente, de nuestros valores, de nuestra vida.

Esa ciudad que todos llevamos dentro: “las piedras que nos fecundan”, “y la luz, y sobre todo el aire”.

Y la gente que puede transformar la ciudad y la sociedad donde vivo.