Mientras el país rebasa el millón de contagios por coronavirus, las víctimas diarias se cuentan por centenares, los hospitales vuelven a acercarse al colapso con el complejo de Zamora a niveles de ocupación de la mortífera primavera, y el caos reina en las autonomías, el Gobierno central sigue cruzado de brazos y sus señorías los diputados nacionales pierden el tiempo con una moción de censura que únicamente sirvió para la propaganda partidista. El virus cabalga libre y los españoles lo combaten huérfanos entre agobiantes dificultades porque los dirigentes renunciaron a anticiparse y plantear soluciones. El lenguaje lo aguanta todo, pero las palabras rimbombantes por sí solas no resuelven nada. Los políticos enredan y cavan un agujero cada vez más profundo, del que va a ser dificilísimo salir, por su desconexión con la realidad. Cuatro elecciones generales y tres mociones de censura en cinco años y las mismas deficiencias estructurales educativas, presupuestarias, administrativas y laborales de siempre.

Este es el retrato del flagrante fracaso de la política actual. Además del virus y la hecatombe económica que ya asoma, la estéril forma de ejercer la actividad pública constituye ya un problema gravísimo, a la altura de los otros dos, para poder enderezar el rumbo y mantener la esperanza. Necesitamos insistir otra vez en ello porque solo la sociedad, con su firme reivindicación, detendrá esta deriva peligrosísima que únicamente traerá lágrimas y dolor. No podemos resignarnos, admitir con indiferencia lo que hay, ni asistir como convidados de piedra a un retroceso sin fin porque nunca atravesamos un momento tan delicado y de tanta debilidad institucional.

Como el hombre atrapado en arenas movedizas que bracea para salvarse y con ese gesto acelera el hundimiento, los políticos porfían en la tosca estrategia de mantener prietas las filas de sus facciones apelando a las emociones, nunca a propuestas sensatas o a la gestión eficiente. “Emocracia” lo definen los expertos. Importa cohesionar a la cohorte y cultivar la propia imagen antes que satisfacer el bien común. Los partidos irritan, excitan, indignan y dividen con postulados populistas y demagógicos a la masa porque de lo contrario, sin talento, capacidad, ni mérito, su castillo de naipes sucumbiría de un soplido. Y así van, enterrándose poco a poco en la ciénaga.

Para tomar conciencia del deterioro basta recordar lo visto esta semana, el Gobierno central colocándose de nuevo de perfil ante los contagios y el Congreso convertido en tribuna de autopromoción para engorde de egos, narcisismos, cultos a la personalidad y satanización del adversario. La censura resulta legítima y el actual Ejecutivo merece los reproches que escuchó – incluso amplificados– por su pésima gestión sanitaria. Pero los procedimientos resultan esenciales en un Estado de derecho, y tumbar a un presidente demanda otras cosas, entre ellas posibilidades reales de lograrlo y un programa alternativo que nunca existió. En un instante crítico que vuelve a requerir criterios uniformes y liderazgo nacional, Sánchez opta por esconderse. Un cínico ejercicio de dontancredismo fue su comparecencia ante la prensa para lavarse las manos en el combate, trasladando la responsabilidad al comportamiento individual y a las autonomías. El desamparo invade a los españoles, que no saben a qué atenerse. El descontrol reina en las regiones, cada una al albur de medidas descoordinadas y contradictorias. La crítica escalada del COVID en Castilla y León ha llevado a la Junta a declarar toque de queda a partir de ayer sábado después de un Consejo Interterritorial que alumbró unos supuestos criterios de homologación que, en la traducción de la calle, constituye un auténtico galimatías de bloques y medidas.

Los castellanos y leoneses tendrán que volver a casa a las diez de la noche. A cambio decaen los confinamientos, con lo cual uno de los factores de transmisión, la movilidad, esgrimida incluso en la comparecencia de Sánchez, es legalmente factible, salvo que lo impida expresamente un estado de alarma que otras comunidades, incluida Cataluña, reclaman. Llama la atención que ninguna de esas peticiones provenga de gobiernos de los populares, cuyo respaldo reclama el presidente del Gobierno para llevar adelante la medida excepcional y extenderla al conjunto nacional. La visita del ministro Illa a la sede de la Junta este viernes tampoco fue un dechado de concreciones. Entre alabanzas mutuas, Mañueco parecía querer pasar el cáliz del estado de alarma a un ministro que recalcaba la disposición del Gobierno a las decisiones de las comunidades autónomas, devolviendo la pelota al tejado autonómico. Así que, desde ayer, a las diez a casa, solo que el virus tampoco parece respetar horarios. De todo este galimatías, la única conclusión evidente es que hemos vuelto a la casilla de salida. Pero nadie aclara de forma convincente la razón por la que todo se torció desde el verano. Los profesionales sanitarios estallan por la falta de previsión y prudencia ante lo que se avecinaba.

Esta nación, donde ceder equivale a traicionar y consensuar a perder, precisa reflexionar sobre su imperecedero ánimo querulante. Es cuchar al rival, pensar y valorar los distintos argumentos no garantiza un pacto. Eludirlo sí asegura la gresca perpetua. No podemos tolerar este progresivo deslizamiento hacia un pueblo atomizado, roto, desconfiado, pesimista, en el que, por espurios intereses, derecha e izquierda siembran odio mientras nadie gobierna de verdad. La democracia exige un mínimo nivel de confianza. No funciona en la rabia y el resentimiento, en el ventajismo y la falsedad, relegando la razón en favor de alimentar el fervor de la mesnada. El primer mandamiento de un dirigente, cuando desea sinceramente la prosperidad de sus compatriotas, debería ser entenderse con los adversarios. Porque llegados a este punto no existen maneras conservadoras o progresistas de combatir la plaga o de frenar la pobreza, urge en España un arreglo que serene el panorama con respeto, generosas renuncias, rigor, acierto en el manejo de los fondos de la UE y ejemplaridad. Sobre todo, mucha ejemplaridad