“¡Disfruta de una escapada rural!” reza el eslogan de aquel anuncio, colocado en una de las paradas del metro de Madrid. Las agencias de publicidad animan a los urbanitas a escapar hacia el lugar del que la gente no para de huir. Otros carteles hablan de casas rurales o fines de semana que van seguidos del mismo adjetivo. Allí dentro, la palabra “rural” evoca algo vacacional, accesorio, quizá contingente. Sin embargo, ese mismo día por la tarde, una noticia habla de la reapertura de una escuela, también rural. Aquí el apellido aparece cubierto de un manto diferente: un colegio de pueblo tiene más de vocación que de vacación y puede ser un elemento relevante, incluso nuclear, para quien allí se ha formado.

En uno de esos centros empecé yo mis andanzas. Lo construyeron en lo alto del pueblo — dónde si no — y allí sigue hoy con menos alumnos y alguna grieta de más en sus paredes. Hace unos años, entré por última vez y una extraña pesadumbre emergió en mi costado. Ya no podía apoyarme fácilmente en aquella mesa verde, encargada de hacerme sentir como un torpe gigante donde una vez apenas fui minúsculo. Levanté la mirada y vi el inconfundible cajón de pinturas que aún se conservaba. Al hurgar entre los pequeños trozos de plastidecor, me topé con un recuerdo infantil.

El día señalado para elegir colores, debí de llegar tarde y me tocó optar por el amarillo. No estaba muy seguro de haber acertado, pero no había marcha atrás, así que enarbolé decididamente aquel pigmento chillón y lo defendí siempre que fue necesario. Años después, descubriría que era el color maldito para los actores a raíz de la supuesta muerte de Molière o el elegido por Llamazares para ilustrar el fatalismo de un pueblo abandonado. Si me hubieran explicado esto aquel día, no lo habría entendido y habría lanzado muecas burlescas contra quienes intentasen demostrarme que el amarillo no era el color más destacable.

Dejé con cuidado la pintura sobre la mesa y vi a la derecha la antigua estantería, colocada en la misma posición, con aquellos libros: pocos y vitales. Algunos, los más longevos, habitaban la escuela desde su creación. Otros, los más coquetos, eran residentes temporales, como indicaba la pegatina colocada en el lomo. Estos últimos iban y venían con el señor de ojos grandes que conducía el bibliobús y escoltaba aquellos refugios, construidos sobre papel, en su periplo por toda la comarca.

Encima de la estantería había una caja de cartón para depositar el papel reciclado. A una caja similar, también con los extremos verdes y el símbolo de navigator, mi generación lanzaba unos pequeños vasos cargados de un viscoso líquido de color rojo: un flúor nauseabundo. El tortuoso enjuague bucal hacía que el viernes no fuera un día tan apreciado entre nosotros como sí lo era en el mundo de los adultos.

En el otro extremo del aula, al lado del encerado, estaba uno de los personajes célebres de la clase. Nosotros lo bautizamos como Manolito y al mirarlo, pensé que el tiempo no había pasado por él. La maestra Susi utilizaba aquel esqueleto para explicarnos con detalle las funciones de cada uno de los huesos. Así, con esa columna vertebral nos enseñaba que por dentro todos éramos iguales y con la otra sostenía con bravura el colegio del pueblo. Con razón, Albert Camus, al recibir el Nobel, escribió una reveladora carta a su maestro de escuela y, quizá por el mismo motivo, el primer recuerdo de la infancia de Delibes tenía que ver con las manos cálidas e instructoras de quien le enseñó a aprender.

Me gusta decir que un pueblo se queda tuerto al cerrar el bar y totalmente ciego cuando el lugar de enseñanza dice adiós. Por eso, la noticia de la reapertura de una escuela rural trae a mi cabeza aquellas palabras tan efusivas: “¡Levántate y anda!”. Aunque a decir verdad, espero que en Montamarta no sea necesario ningún milagro a medio plazo y el colegio siga demostrando que el medio rural no es solo un lugar al que escaparse o del que huir. Allí el conocimiento, como las personas, también puede echar raíces.