En septiembre, algunos periodistas en varias ruedas de prensa le preguntaron a Trump si aceptaría una transición pacífica de poderes en caso de perder las elecciones en noviembre. Trump no contestó, y dijo que no enfrentará ese problema, porque cree que no habrá transferencia de poderes, sino continuidad de su mandato durante otros cuatro años más. El presidente ha llegado incluso a cuestionar la legalidad y la legitimidad de las votaciones por correo que se están realizando desde hace semanas, que este año se han incrementado enormemente, tanto por la activación política de muchos ciudadanos como por el contexto de pandemia que vive Estados Unidos (ya se han emitido más de 12 millones de votos para las elecciones presidenciales del 3 de noviembre, lo que anticipa una gran participación, según datos recogidos por U.S. Elections Project).

Calificar de error de comunicación estas declaraciones es correcto, porque desnudan con meses de antelación su estrategia, muestran sus intenciones, poniendo así en alerta a sus adversarios y a todo el sistema político (exceptuando a sus acérrimos seguidores). Pero esas declaraciones orientadas a tensar las nervaduras de la campaña electoral van mucho más allá de un mero error en la gestión de los tiempos y de los contenidos de la comunicación.

Trump básicamente está lanzando torpedos (dialécticos, de momento) sobre las más elementales reglas del juego democrático (ahora, sobra la alternancia en el poder de forma pacífica y pactada de acuerdo a los resultados electorales). Cuestionar la legitimidad de las elecciones es una línea roja con carga nuclear (hasta el Senado tuvo que aprobar hace unas semanas una declaración garantizando el juego limpio sobre el dictamen de las urnas).

Pero Donald Trump es el presidente, con enormes poderes ejecutivos, y lleva ya años confundiendo comunicación, con gestión y con acción. Sus decisiones pueden convertir el sistema político estadounidense en un caótico barrizal si finalmente llega a insinuar la existencia de pucherazos en las votaciones para negarse a abandonar la Casa Blanca y querer afianzase en el cargo hasta 2024.

Estados Unidos es un país políticamente complejo, donde cada estado tiene su propia legislación electoral. Así, las normas de voto por correo, recuento y comunicación de resultados varían por completo de un estado a otro. De hecho, muchos estados dirigidos por líderes republicanos han aprobado recientemente leyes que dificultan las votaciones, mientras que otros estados demócratas han hecho lo contrario. El “efecto Trump”, a modo de tsunami, es enorme en todo el sistema (en un lado para procurar favorecerle, en otro lado buscando entorpecer sus planes).

Trump puede perder el voto popular, como pasó en 2016 frente a Hillary Clinton, pero, dado el sistema electoral norteamericano, puede ganar las elecciones si consigue más escaños. En estos momentos, según casi todas las encuestas, sus posibilidades son del 40-50%.

Trump, sabedor de su posición, está anticipando escenarios y metiendo tensión en los medios de comunicación y en los partidos Demócrata y Republicano, con el objetivo de favorecer su relato, que se nutre de la alta polarización política y social. Desde su enloquecida y disparatada cuenta de Twitter (que Trump maneja personalmente), seguida por más de 87 millones de personas, se dedica, día a día, a denigrar y a atacar a cualquier institución o persona que ose a rebatir alguna de sus ideas o intenciones (y, por el contrario, ensalza de manera desmedida a cualquier actor político, empresarial o civil que se atreva a apoyarlo o a jalearlo). Sus coqueteos con asociaciones racistas son constantes. Sus ataques a su adversario político, Joe Biden, son descarnados. Su desprecio al daño que puede causar el coronavirus (tras haber superado un televisado contagio), es temerario. Y su desdén por la justa competencia electoral es absoluto, como bien prueba el hecho de haber renunciado a hacer un segundo debate electoral telemático con su contrincante.

Con su incontinencia verbal y con su agresiva comunicación (preñada siempre de falsedades, como ha demostrado estadísticamente un equipo de periodistas del New York Times) está forzando enormemente las costuras de la democracia norteamericana, demostrando nulo respeto por las instituciones y cuestionando el estado de derecho. Y eso va más allá de un mero error.

La comunicación es la gasolina de la política. Sirve para nutrir de combustible el motor de tu proyecto político. Verterla sobre hogueras encendidas por uno mismo puede provocar incendios descontrolados que acaben arrasando miles de hectáreas de conquistas democráticas. Eso puede pasar, como bien han advertido Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, incluso en democracias tan presuntamente consolidadas como la estadounidense. Mucho ojo con el fuego americano, porque los incendios, con poco viento que haya, se expanden rápidamente. Y en Occidente sopla actualmente un vendaval, con arboleda seca. Cuidado con la gasolina de Trump.

(*) Sociologo