Era como un niño grande. Curioso, desprendido, abierto al mundo y dispuesto a darlo todo sin esperar nada a cambio. El puto virus se lo llevó por delante, se llamaba Ángel y era mi amigo.

Conocí a Ángel Gavilán Arganda en la década de los sesenta del pasado siglo. Coincidimos en cierto internado durante un tiempo, allí compartimos sueños y afanes y aunque la vida nos condujo por caminos diferentes siempre mantuvimos la complicidad de aquellos años mozos. Eran tiempos en los que el reloj parecía haberse detenido, el país iba completamente a la deriva y a pesar de que nosotros no fuéramos conscientes del colosal naufragio es probable que dentro de aquellos muros con olor a rancio, entre salmodias interminables y obligadas avemarías a golpe de campana, comenzara a germinar la conciencia social de la que siempre hizo gala. Podría ser, ya digo, pero no es mi intención hablar aquí de las responsabilidades públicas de Ángel Gavilán. En absoluto. Nada diré de su etapa como diputado y senador por Álava o de sus vivencias como secretario del PSOE en esa misma provincia ni tan siquiera de sus años como gobernador civil de Zamora, ésos son aspectos de su biografía que quedan para los historiadores. Lo que yo pretendo es homenajear a mi amigo, a un hombre bueno, para que, durante un tiempo, al menos, su nombre no caiga en el olvido.

Sucedió hace unos días en Zamora, recién comenzado el otoño y a esa hora en la que el alba afianza la realidad visible de las cosas desvelando incertidumbres y dibujando formas. Durante las semanas anteriores se había ido acumulando a su alrededor el silencio que el pájaro negro habita y fue entonces, en aquella hora aciaga, cuando se apelmazó para siempre en sus ojos entre siniestro batir de alas… ¿Por qué nadie le avisó de que implacable sombra venía? ¿Por qué nadie le dijo que se acercaba la Parca?...

Me dicen, Ángel, tu compañera Carmen y tu hija Helena que anhelabas volver a la tierra esparcido por el viento en la luminosidad de cualquier mañana con el fin de que tu polvo, ya sin aliento, pudiera ser alimento de los arbustos que crecen en las umbrías laderas del Olarizu, ese monte que tan bien conocías y tanto amabas. Ojalá se cumpla tu deseo pero, en cualquier caso, aquí queda tu recuerdo.

Madreselva o hierba serás, Ángel, o mineral. Tal vez el duende que habita en quienes sueñan con un mundo más justo o arcilla en remoto alfar, pero con cuerpo de lluvia o alma de cereal, sobrevivirás a la lápida del olvido. ¡Séate la tierra leve, amigo, donde quiera que estés!