A Manuel Mostaza Barrios, fiel amigo

Quizás sea verdad eso de que el tiempo no pasa, sino que somos nosotros los que pasamos, lo que, por otra parte, no es baladí, porque entonces nada debemos dejar a su arbitrio. Pero, sea como fuere, lo cierto es que poco a poco el otoño se va enseñoreando del paisaje llenándolo de hojas caídas que un día se sintieron plenas de vida, de agua en los arroyos polvorientos, de olor a tierra húmeda que aguarda con su vientre a la intemperie el paso de la diosa Ceres para ser fecundada al tiempo que la berrea inunda los montes en un grito de vida antes de que el invierno recluya todo en silencio helado. Y mientras, los vientos cambiantes de esta estación de tránsito cimbrean las copas de los árboles y hasta hacen tañer las campanas de los viejos campanarios de nuestros pueblos, el aire se llena de olor a leña y a castañas asadas en la paz del hogar, que siempre calienta más que el de una casa, mucho más y para más tiempo.

Muchos otoños he paseado las tierras sanabresas guiado por mi caro amigo Manuel, dejando que la lluvia tenue nos fuese mojando casi pidiendo disculpas, escuchando el quejido de las hojas agonizantes bajo nuestros pies, enredados en conversaciones sobre lo humano y lo divino, o recogiendo castañas de su centenario Furueto en su Santa Colomba. Y muchos otoños he paseado y paseo por los campos de Cercedilla, donde vivo, y donde quizás me vine porque era lo más parecido que había a Sanabria cerca de Madrid, oyendo la voz del otoño tras el ulular del viento enredado en los pinos y robles mientras el ganado pace en la paz de la inconsciencia.

Y en esa paz de los campos que se sacuden el polvo del cansino verano como el viajero que se atusa el traje con aire displicente tras un largo y tedioso trayecto, el otoño me invita al sosiego y la reflexión, a la interiorización de sentimientos y emociones vividas o por vivir, de deseos que quizás nos asaltaron en la jovialidad veraniega y que ahora piden ser tejidos con calma para no morir siendo solo deseos, la peor muerte para un sueño. Y también me convoca a ir arrinconando y adormeciendo los recuerdos en un rincón del alma para que dejen hueco a las nuevas vivencias que un día serán también recuerdo, salvo aquellas que se grabarán de tal manera en la piel de nuestra alma que se convertirán en nosotros mismos para acompañarnos hasta el más allá, si es que hay algún lugar donde ir cuando ya no vayamos a ningún sitio.

Porque el otoño no es solo una llamada a los sueños entre las brumas del amanecer, sino un empuje a hacerlos realidad, a no dejar que se escapen entre nuestros dedos por no haber sido capaces de cerrar la mano para acogerlos sin miedo, aunque a veces duelan, por no habernos dejado llevar en el pliegue de sus alas allá donde queremos ir, por no haber dejado el corazón entreabierto para que un aroma bandolero entrase y pusiese la casa de nuestra alma patas arriba para recolocar algunos muebles, desprenderse de muchos y traer nuevos, muchos nuevos, que darán hasta color novedoso a los viejos. En definitiva, el otoño me evoca la necesidad de desplegar el capote de la vida para darle una templada verónica a la cotidianeidad y los temores, a la rutina y los sinsabores, al lorquiano negro toro de pena que a veces es la vida para que agache la cerviz y dance al son de la música que nos recuerda que la felicidad no es un regalo, sino el premio a la valentía de haber sacado a bailar, como canta The Boss, a esa chica de azul dispuesta a decir sí.

Así que ahora que va cayendo la tarde y el sol se refugia tras los montes, ahora que el otoño poco a poco va invadiendo el espacio y el alma, bien están estos versos de Mario Benedetti, para que el próximo otoño los sueños de este no sean un recuerdo vacío por no haberlos vivido: “ahora que calienta el corazón/aunque sea de a ratos y de a poco/pensemos y sintamos todavía/con el viejo cariño que nos queda”.