Uno puede pensar que determinadas personas reúnen singulares características por el mero hecho de ocupar destacados puestos en el mundo profesional. Pero no siempre es así, pues algunos están ahí por recomendación, otros por herencia, e incluso los hay con un pasado siniestro o incluso delictivo. También hay otros, como en el mundo de la política, que han ascendido habiendose dejado someter por el partido sin poner oposición y medrando más que los demás.

Por poner por caso, solemos decir que el presidente de una empresa o de determinada comunidad autónoma vale mucho, o que la ministra de alguna cosa es más lista que las pesetas, aunque no siempre sea así. No habría que ahondar demasiado en cada personaje para comprobarlo. Pero como se da la circunstancia que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación y en las redes sociales, esa publicidad los convierte en lumbreras, aunque solo sean meros trasmisores de lo que alguien les ha escrito en un papel, sin necesidad de hacer uso de aportaciones propias, ni materia gris alguna. De hecho, algunos, llegan a formar parte del mundo de los títeres, como ese concejal de Valencia que tuvo la desvergüenza de hacer de marioneta a la vez que alguien, escondido en alguna parte, largaba un discurso en inglés, mientras él se limitaba a hacer ridículos gestos.

Lo cierto es que, por una causa o por otra, somos dados a creernos la mayor parte de lo que nos cuentan, a dar como buenas las apariencias. Porque resulta más cómodo eso que indagar cuánto hay de verdad en ello. De manera que, aunque seamos conscientes que, gran parte de las veces, se trata de un cebo, no son pocas las que nos resignamos a picar.

A determinados personajes, más bien vulgares, nos los han vendido como destacados hombres de negocios o salvadores de la patria, a pesar de que no les acompañen demasiados méritos. Algunos han llegado, incluso, a ser un ejemplo para todos nosotros. Pero ya se sabe que en el país de los ciegos el tuerto puede llegar a ser el rey.

Tan es así, que, ante cualquier personaje que consiga permanecer tiempo en el poder, damos por hecho que debe ser un superdotado, aunque las más de las veces, lo que se trata es de ser poseedores de una privilegiada información.

De hecho, hay muchos que ocupan cargos, carguitos y cargazos que deberían hacernos pensar cómo han podido llegar a ocupar tales puestos. Pero no llegamos a cuestionarlos ya que pensamos que, si están ahí, será por algo. Y es que uno se ha ido acostumbrando a ver lo atípico como normal y lo malo como algo bueno.

Fijémonos mismamente en la estatua de “La Cibeles”, símbolo de Madrid por antonomasia, mandada construir en el S.XVIII por Carlos III. Enclavada en pleno centro, es nexo de unión de las dos arterias de comunicación más importantes de la ciudad. Pues a casi nadie le ha dado por pensar que esa señora, de apariencia sosegada y señorial, pueda ser protagonista de un siniestro pasado. Ni tampoco plantearse qué tiene que ver esa diosa frigia, adoptada por los griegos, con la villa y corte, para que vayan a hacer celebraciones, ante ella, los seguidores del “Real Madrid C.F: ¡Pues nada! ¡No tiene que ver nada! Ni por historia ni por cultura. Simplemente que el que fuera mejor alcalde de Madrid, Carlos III, decidió darle un nuevo aspecto a la ciudad, llenándola de esculturas y monumentos, y esa es una de ellas.

Además, esa diosa, en realidad, es un transexual, de nombre Agdistis que, debido a sus excesos orgiásticos, vio como le cercenaban su parte masculina, ya que había nacido hermafrodita. Cibeles fue una diosa perversa, plena de mala leche que exigía que los sacerdotes que cuidaban de su culto fueran antes castrados. Vamos, una “joya” de ser humano, si es que los dioses pudieran asimilarse a seres o a humanos.

Pero nadie se plantea prescindir de esa estatua, ni siquiera cambiarla de sitio, a pesar de ser representativa de la maldad, puesta de manifiesto con la presencia de esos dos leones que la acompañan, que no son otros que Atalanta e Hipómenes, castigados a tirar de su carro, sin siquiera poder llegar a mirarse. Sádico castigo decretado a esa pareja por haberse atrevido a copular en el templo de Cibeles.

Pocos se han parado a pensar que Cibeles pueda ser una diosa lúbrica y castrante, ya que siempre ha sido presentada como símbolo de la tierra y la fecundidad. Una “joya” de diosa cuyo origen data del momento en que el esperma de Zeus fue depositado sobre una simple roca o un meteorito. Una diosa a la que, debido a la promiscuidad de su parte masculina, le fueron arrancados los testículos por Dionisio. Una diosa que fue protagonista de tal voluptuosidad que en la boda de Atis, con el que se encontraba encoñada, tanto el novio, como sus comensales, llegaron a amputarse los genitales en una espeluznante orgía de sangre.

No es que quiera comparar a nadie con nadie, pero los antecedentes de esa diosa “madrileña” podrían servir de referencia, para pensar que no es oro todo lo que reluce, o lo que es igual, que las cosas, muchas veces, no son lo que parecen.