En esta pandemia hemos asistido a esfuerzos excepcionales en los ámbitos sanitario –recintos feriales convertidos en hospitales, camas UCI en vestuarios, tiendas de campaña para PCR– y laboral –terrazas por todas partes, los ERTE, prestaciones para autónomos, avales–. Pero no vimos ninguna acción en el campo educativo. Las escuelas cerraron a las primeras de cambio y la reapertura todavía está a falta del inicio de curso en la Universidad. Parece que, hasta el mismo mes de septiembre, nadie se hubiera acordado de que había que volver a las aulas.

Las encuestas revelan un desinterés impropio por la educación. Relegada en importancia frente a otros sectores, no figura entre las grandes preocupaciones sociales. Pocos valoran su contribución a la riqueza nacional cuando en realidad lo aporta todo. Salvar la enseñanza es la única garantía de progreso individual y colectivo. La llegada del coronavirus también pilló por sorpresa el pasado mes de marzo, no había ningún plan docente para combatirlo. Tuvieron que improvisarse medidas en aquellos lugares de la provincia donde no era posible la ya de por sí difícil de afrontar educación “on line”. Al final, primó el esfuerzo de los maestros, la colaboración de los padres repartiendo deberes, los alumnos de los pueblos buscando, desesperadamente, señal en sus equipos informáticos para conectar con el aula virtual. El curso se cerró como se pudo, EBAU incluida, y la lógica indicaba que la improvisación no podía repetirse ante lo que todos los expertos presagiaron: un nuevo inicio de curso con el COVID de nuevo presente fuera y dentro de las aulas. Sin embargo, los meses de vacaciones han sido desperdiciados y nadie preparó en condiciones un año tan excepcional, que exige cooperación y una gestión competente.

Las aulas volvieron a abrirse en los cursos de Infantil y Primaria entre protestas de los profesores, el temor de los padres y el desconcierto general. Las escuelas no son aparcaderos de niños, por más que resulten decisivas para la conciliación. Lo de menos es regular la mascarilla. Lo sustancial, el reajuste en las materias y la actualización pedagógica después de un curso anterior que acabó desde la ESO a la selectividad con un aprobado general en la práctica. Un cúmulo incalculable de conocimientos volaron con la excusa de no dejar atrás a nadie. Lejos de favorecer a los jóvenes, esa manga ancha les condena. Padecerán la carencia en sus propias carnes en el futuro con unas aptitudes profesionales disminuidas, viéndose en situación de inferioridad y con menores posibilidades de prosperar.

En otras comunidades y en otros países los alumnos llevan semanas de estudio. Un caos inexplicable. Como si el virus tuviera un comportamiento distinto por cursos y nacionalidades y, en el caso español, diecisiete modelos para encararlo. Ha sido un sálvese quien pueda. Los padres están desconcertados. Los profesores se sienten abandonados. La claridad brilla por su ausencia en los protocolos. Muchos directores no saben a qué atenerse, en una improvisación constante y tardía con menos horas lectivas para los alumnos. El sistema educativo se ha revelado perezoso para romper sus inercias, moverlo cuesta un triunfo, y vive instalado en la queja permanente. Cada iniciativa causa polémica. Ya durante el confinamiento se vio que la respuesta online para ayudar a alumnos y familias fue más individual, de profesores inquietos, que colectiva, del conjunto de la red, lo que generó no pocas diferencias.

La semana acaba con cerca de una veintena de aulas cerradas en centros de la provincia de Zamora por la detección de positivos en coronavirus. La situación epidemiológica tiene una difícil compatibilidad frente a la opinión de los expertos acerca de la conveniencia de asegurar la asistencia presencial. En grupo, los jóvenes también aprenden a socializarse, crecer, relacionarse y resolver sus conflictos. La escuela cumple una función enriquecedora en lo personal tan decisiva como la formativa. Es la principal palanca para combatir las desigualdades y una ventana de oportunidades. De su mal funcionamiento se derivan en cascada muchos problemas de otra índole de la actualidad: la intolerancia, la aversión a responsabilizarse de los actos propios y sus consecuencias, la confusión entre sesgo y verdad y la ausencia de respeto.

Estamos ante una ocasión ideal para reactivar el interés por la enseñanza y hacer las cosas de otra manera, para fortalecer la idea de comunidad educativa y que las familias se reencuentren con ella. Sin una buena instrucción fracasamos todos. Sanidad y educación son los dos grandes servicios del estado social. Y los dos pilares del bienestar se enfrentan, de nuevo, a un tremendo desafío que exige la competencia máxima entre sus responsables. No existe un colchón tan confortable para la mediocridad como la autocomplacencia. Producir universitarios y bachilleres en serie no equivale a gozar de un aprendizaje de calidad sino quizá lo contrario. El estudiante que no alcanza hoy la cima culpa del fracaso a sus profesores. Los padres deberían ser los primeros en desactivar esa coartada para recuperar el valor del esfuerzo y la exigencia como emblemas.

Castilla y León, con Zamora a la cabeza, no puede perder una de sus principales referencias en calidad educativa como refleja, año tras año, el informe PISA. Giner de los Ríos, inevitable referencia al abordar esta materia, sostenía que España perdió Cuba por las carencias de sus ingenieros, no por un ejército precario. Cualquier guerra, también la devastadora del virus, depende del talento. Y éste aflora en instituciones docentes de excelencia. Las reformas para conseguirlas constituyen un imperativo si queremos fortalecer el sentido crítico de cada persona para que piense por sí misma y darle las herramientas con las que transitar por un mundo complejo en ebullición. No hay reconstrucción creíble si no empieza por cambiar las aulas.