Esa forma de actuar, la de “la ley del embudo”, parece ser del gusto de mucha gente. Una postura en la que solo se acepta lo que para cada uno pueda resultar de interés, sin importar si puede ser perjudicial para los demás. Una manera de dar por hecho que lo que cada uno piensa es lo que debe hacerse, aunque esté en contraposición con lo que piense el resto, ya que, indefectiblemente, esto último estará bien o mal en función de que coincida o no con los propios intereses.

Ocurre que cuando esta “ley” se aplica desde una posición individual el problema pasa más o menos desapercibido, pero no tanto cuando se utiliza desde una comunidad globalizada, ya que, en este último caso, entra en juego la trascendencia. Son los partidos políticos quienes más están dados a aplicar esa dichosa “ley”, cuya letra nadie ha visto escrita, y merced a la cual cada partido se posiciona en la parte ancha del embudo, dejando la más estrecha para quienes, en cada momento, resulten ser sus competidores.

El hecho de aplicar con asiduidad y pertinaz insistencia tal “principio” ha hecho que la gente, en general, casi nunca llegue a creerse lo que unos y otros puedan llegar a decir, como tampoco los furibundos ataques y acusaciones que se prodigan. Y es que lo hacen con tan poco cuidado y escaso pudor que, aunque no tengan como nombre “Pinocho” se les ve crecer la nariz.

No solamente emplean “la ley del embudo” en temas más o menos triviales, sino que tampoco dudan en utilizarlo cuando hay víctimas de por medio, con tal de obtener un puñado de votos. De manera perversa se pasan los muertos de unos a otros. Una forma, como otra cualquiera de degradar la política. Las víctimas de ETA han sido un claro ejemplo de ello.

Últimamente han encontrado el filón de los fallecidos por la pandemia del Covid-19, y raro ha sido el día en el que no se hayan lanzado ataques y descalificaciones al respecto, engordando o reduciendo el número de fallecidos. Por si fuera poco, la Comunidad Catalana rechazó la entrega de un hospital de campaña, por el mero hecho de haber sido levantado por militares, prefiriendo privar a sus ciudadanos de camas hospitalarias con tal de no renunciar a sus intereses partidistas. La Comunidad de Madrid sacó a la calle a ciudadanos de los barrios más pudientes, para que pusieran en solfa todas las actuaciones que iba tomando el Gobierno Central.

Antes, el famoso ocho de marzo, el Gobierno Central y sus socios promocionaron marchas multitudinarias, que bien pudieron haber sido anuladas o pospuestas, pues para entonces todo el mundo sabía que en China e Italia ya había explotado el COVID-19. Y las comunidades autónomas, desde que empezó la pandemia no han dejado de quejarse amargamente por no tener la autonomía suficiente para poder aplicar otro tipo de medidas, según ellos más eficaces y adecuadas que las empleadas por el Gobierno.

Ante el segundo brote, el Gobierno ha cedido a la pretensión de las autonomías quienes han pasado a tener la libertad de acción que reclamaban. Tal estrategia hubiera estado muy bien si se hubiera tratado de poner semáforos o de asfaltar calles, pero es que no se trataba de nada de eso, ya que lo que había en juego eran vidas humanas, y ante eso no cabe echar órdagos ni jugar a las “siete y media”.

A la vista de los catastróficos resultados conseguidos hasta el momento por las comunidades autónomas, algunas, como la de Madrid, han reculado pidiendo ayuda y otras se lo están pensando. Y el Gobierno, parece que ha movido ficha, diciendo estar abierto a hablar con ellas y a poner los medios de los que dispone.

Lo cierto es que hasta ahora, haya sido en marzo, o ahora en septiembre, nadie ha visto trabajar juntas a ambas instituciones. Ni tampoco que haya primado la armonía entre el Gobierno Central y los Gobiernos Autonómicos. Ni que se hayan puesto todos los medios a disposición del conjunto de la nación para ser aplicados en función de cada situación y no del color de cada partido. Eso es lo que se entendería por un país, que nada tiene que ver con el egoísmo de diecisiete reinos de taifas que solo parecen haber aprendido a decir “sálvese quien pueda”. La lucha en común contra el virus es lo único que puede comprender una población agobiada, que observa cómo se echan las culpas unos a otros sin llegar a resolver nada.

De no confirmarse la presencia de brotes verdes, fajándose todas las instituciones para trabajar conjuntamente, seguiremos viendo cómo se juega con la salud de los ciudadanos, como si solo de números se tratara.

Y, por si fuera poco, los telediarios que se han propuesto ser “la alegría de la huerta”, siguen compitiendo para ver quién presenta las noticias de manera más truculenta. Meten los dedos hasta lo más profundo de la herida. Añaden a la pandemia incendios e inundaciones. Meten con calzador crueles asesinatos o violaciones ignominiosas. Como si no hubiese ni una sola noticia positiva digna de ser destacada.

¡Qué enorme tristeza! ¡Qué manera de agotar el poco resuello que le va quedando a una población agotada!