¿Qué es un pueblo? Un mundo a escala reducida, un microcosmos con sus personajes estereotipados y sus dimes y diretes. Unos guardan en sus bolsillos toneladas de esfuerzo invertidas en sacar adelante sus cultivos mientras que otros esconden en su mirada la mezquindad de quien aprendió a desconfiar concienzudamente. Algunos no dejan de considerarse afortunados cuando alzan la mirada y ven aquel azul junto a ese amarillo y unos pocos han ido allí a pasar los últimos años para disfrutar de una soledad escogida.

El pueblo es el sitio donde el alma se pone en mangas de camisa y deja de lado las impostadas fórmulas urbanitas. Es la mano agrietada de la campesina envejecida que mira al cielo. Lo vuelve a mirar y el cielo asciende para ocupar un lugar más alto, como en las palabras de Delibes. Por esas mismas calles, pasea un alcalde cacique, excesivamente perfumado para disimular el hedor que impregna su trayectoria.

En aquel puñado de hectáreas, el canto del gallo despunta al alba y anuncia la llegada de un nuevo día. A lo largo de la jornada, callará la voz de ese otro puerco a manos del tenaz ganadero que no ve en él más que un alimento para su familia. Allí también muere un raído chopo, que tantas charlas cobijó, y el nacimiento de un crío aparece en las páginas del diario provincial para poner fin a la peor de las sequías.

Cervantes decía que la amenidad de los campos atrae a las musas y ayuda al escritor a dar lo mejor de sí. En ese recóndito lugar , las musas sedujeron a algún joven hace muchos años, pero sus manos y su aliento eran indispensables para ayudar en casa. Tuvo que renunciar al pupitre y a la tinta y agarrar con fuerza el arado y la azada. Fue un disciplinado agricultor, pero a juzgar por su agudeza y sarcasmo, podría haber sido un exquisito dramaturgo.

El pueblo es el aire liberador respirado por el ajetreado oficinista que huye de la ciudad, ese monstruo de cemento. También es el suspiro de aquel desalentado granjero, ya anciano, a quien le dijeron que su forma de amar era contra natura y hoy se imagina demasiado mayor para aprender a querer. El monstruo aparece ahora repleto de espigas punzantes.

En esa localidad, habita un avaricioso aldeano, naturalmente patizambo, que no quiere tener sino que quiere que los demás no tengan. Como si el tener fuera lo más importante. También allí está la morada de esos dos encomiables labradores, ciego el uno y sordo el otro, que se prestan sus sentidos para vivir como uno solo. El vigoroso afán de estos sirve de alimento al trigo cuando escasea la lluvia.

El pueblo es, sobre todo, una gran verbena. Es el cosquilleo en el estómago que aquel joven siente al escuchar, a lo lejos, el sonido de la orquesta dando paso a su noche de verano. Es la media sonrisa de unos ancianos que bailan el paso doble con tanto compás como años les ha dejado la vida disfrutar el uno del otro.

Al mirarlo desde arriba, se aprecia un conjunto casi homogéneo de tejados rojos. Así orientaban sus escudos los soldados romanos para defenderse en la lucha y así están colocados aquellos, dispuestos a dar la batalla contra la despoblación.

Un pueblo dejó de ser y ahora yace sepultado bajo las aguas por culpa de una presa. Otro pueblo, a duras penas, es y sigue siendo. ¡Cuántos campos, cuántas tradiciones, historias al calor del fuego, aspiraciones inconclusas y penas compartidas que allí se acumulan! Tanto es así, que acabo por preguntarme: ¿Qué no es un pueblo?