Cuando los seres humanos tenemos las necesidades primarias razonablemente cubiertas, lo que, aunque los que vivimos en sociedades del llamado primer mundo creamos que es la mayoría de la población mundial dista de ser verdad, empezamos a desplegar nuestros sueños, que en demasiadas ocasiones van ligados a cosas que tienen precio y que, por tanto, podemos adquirir y que no pocas veces el placer que nos reportan muere en el mismo momento de su adquisición, en la satisfacción que supone poder extraer de la cartera la tarjeta de crédito y comprar algo en ese preciso momento, aunque luego ni siquiera lo estrenemos.

No seré yo quien haga la menor crítica a este comportamiento, que no estoy exento del mismo, porque bien me parece todo aquello que produzca satisfacción, o al menos consuelo, durante nuestra vida, que no siempre es fácil y bueno es todo aquello que nos dé un respiro frente a tanta rutina y ruina, cuando no desolación. Sin embargo, sí que convendría en nuestra lícita búsqueda de la felicidad que no centrásemos nuestras esperanzas solo, ni tanto, en las cosas que tienen precio. Es verdad que son las que con mayor rapidez nos producen satisfacción, pero no es menos cierto que en ocasiones el poder alcanzarlas va acompañado de un sacrificio quizás desmesurado y que, cuando al final las conseguimos, no nos resultan tan atractivas precisamente por ese esfuerzo previo. Pero el asunto se puede poner aún más feo si aquello en lo que centramos nuestra felicidad inmediata no lo conseguimos pese a todos nuestros esfuerzos, porque entonces nos pesará más la sensación de fracaso por no haber conseguido esa casa, ese coche, o ese viaje, que lo disfrutado por lo que sí que tenemos, de manera que a la incertidumbre que supone el vivir añadiremos la insatisfacción. En todo caso, insisto, bienvenido sea todo aquello que nos haga el camino más amable.

Sin embargo, cuando estas sociedades en las que todo parece tan ordenado y controlado, en las que hay hospitales para sanarnos y leyes para protegernos, libertad para expresarnos y elegir a nuestros gobernantes y hasta bienes casi ilimitados para satisfacer nuestros deseos acorde a nuestras posibilidades; cuando estas sociedades, digo, entran en una crisis profunda y prolongada en el tiempo, una crisis que, como señalan Bordoni y Bauman, no es para, una vez superada, volver al momento anterior, sino a uno nuevo y, por ende, incierto y temeroso, entonces la distinción entre valor y precio adquiere su dimensión más precisa y ni siquiera necesitamos pensar en ella, porque la sentimos en nuestro interior.

La revolución industrial, o la Segunda Guerra Mundial, por no remontarnos a tiempos inmemoriales, supusieron alumbrar una nueva forma de vida que poco tenía que ver con la anterior. Y, queramos o no, la pandemia de la COVID-19, aunque aún no seamos muy conscientes, nos está poniendo en una situación similar. Porque, aun cuando se supere esta pandemia, que se superará, lo que nos ha puesto de manifiesto es la fragilidad de nuestra condición humana y cómo un simple virus, y vendrán otros, puede poner patas arriba todo aquello que considerábamos tan evidente que era imposible que no fuese así. Y dejó de serlo.

Y aquí es en donde empezamos a sentir que quizás todo aquello que tiene precio, todo eso que podemos adquirir en cualquier mostrador de cualquiera de los múltiples establecimientos que jalonan las calles de las ciudades y pueblos desarrollados no son lo realmente importante para nuestra vida y para sentirnos plenos y felices, o al menos no son suficientes cuando nuestra sociedad se tambalea y con ella nosotros mismos. Y es entonces cuando pensamos en las cosas que tienen valor, que no precio, esas pequeñas cosas que a veces nos pasan desapercibidas, que de tan incluso ignoramos e incluso arrinconamos, pero que, como en la canción de Serrat, “Como un ladrón/te acechan detrás/de la puerta” y cuando menos lo esperas te asaltan y te reclaman su espacio a cambio de hacernos sentir que, por mucha desolación que nos rodee, estamos tranquilos, cobijados y en paz, porque, a fin de cuentas, lo importante no es la llegada, ni siquiera el camino, sino con quién y cómo lo hagamos.

Cuando al maestro Jorge Luis Borges le preguntaron que para qué servía la poesía, contestó: “¿Para qué sirve un amanecer? ¿Para qué sirven las caricias? ¿Para qué sirve el olor del café?” Aquí reside la diferencia entre precio y valor. Lo que adquirimos nos es útil para algo, o al menos eso creemos, pero ¿y lo que no podemos comprar? Una mirada cómplice, el roce de una mano, el sueño de un beso que quizá ni siquiera lleguemos a dar, una sonrisa cuando todo parece que se desvanece a nuestro alrededor, un silencio que dice más que mil palabras, o una palabra que explica mil silencios, un abrazo inesperado por el simple hecho de abrazar, una copa de vino compartida más por compartir que porque nos guste el contenido, una canción que sentimos escrita para nosotros, el olor a tierra o paja mojada o de un perfume que nos hace pararnos, el zascandilear en un mercadillo, el aroma de un café en un sofá frente a una vela, o ese pequeño detalle, ínfimo en precio, pero que te recuerda que eres importante para alguien.

Y son estas pequeñas cosas, pero tan grandes que no tienen precio, las que, justo ahora en que, como escribe Fito Páez, reconocemos “lo balacera que es la vida”, adquieren todo su valor y, sobre todo, dan valor a nuestra vida, que nunca tiene precio.