Desde los tiempos del cole esta afirmación gramatical es una regla que se aprende y conviene tenerla en cuenta para el resto. Aunque un servidor no la había olvidado, como tampoco el centro educativo donde lo aprendí, dicho sintagma verbal ha vuelto a expresarse así: irregular, en el encuentro anual que solíamos hacer los niños, que ya no lo somos, al no poder celebrarse, debido a la pandemia, con la regularidad que venía sucediendo.

Y sucedía porque un grupo de amigos acudíamos últimamente, en el verano, a la casa que fue nuestro colegio-internado durante los años del bachillerato. Después de tanto tiempo sin tener noticias de la mayoría de nosotros resultaba un viaje en el tiempo muy entrañable y emocionante. Cabe deducir que, aunque hoy la palabra internado tiene connotaciones un tanto restrictivas, para nosotros la oportunidad de estudiar, aunque fuera lejos de casa, es sentido hoy como una suerte porque hablamos de los tiempos en que la enseñanza media era privilegio de pocos, en una España sin síntomas de vaciada pero muy carente de oportunidades de formación. En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo muchos niños, sobre todo del rural, ya nacíamos con ese tatuaje de la irregularidad y desigualdad de oportunidades. No parece que hoy se haya solucionado, pero ni punto de comparación con entonces.

Volver tenía para nosotros el bonito gesto caligráfico de la palabra: con dos uves como brazos abiertos y una ‘o’ cerrando el abrazo del reencuentro.

“Dichosos los que viajan al pasado de infancia / buscando manantiales de agua aún brotando, /senderos que conservan pisadas tiernas, / escenarios abiertos, atrezo de juguete”.

Aquel volver a sentirse como en casa y con caras reconocibles, a pesar de años y canas, es parte de la clave del viaje ansiado del reencuentro que, como alguien comentaba, pareciera que solo habíamos interrumpido la conversación; tal era la complicidad y empatía reconectadas al poco rato de los saludos. /“No es difícil ese víaje rápido en el tiempo,/ les ayuda que el colegio que forjó sus sueños / mantiene la calma, el césped verde y flores nuevas. /Las pistas del ayer están intactas ¡milagro! /Un Ángel de la Guarda, de piedra, mansamente, / vigila que no roben los gozos del recreo.”

Hacía medio siglo que desde páramos zamoranos y leoneses llegábamos sin tener mucha conciencia del lugar donde poníamos el pie, tras una noche de tren desde nuestra casa familiar. Un colegio encaramado en un pequeño repecho mirando a la vega del Miño, con dos referentes históricos: el puente internacional y la catedral de Tui. Paisaje muy distinto del sobrio archivo visual castellano que llevábamos de equipaje junto con la maleta. Lejos de nuestra tierra, nos acogía otra con su belleza deslumbrante y un clima suave que dejó sin uso abrigos y bufandas. Un microclima que el río Miño favorece en su último tramo hacia el mar.

La adaptación de aquellos niños llegados de un mundo geográfico tan distinto no podía tener mejor decorado que el cálido recibimiento otoñal.

El trato del profesorado: los Hermanos Maristas, no desentonó de aquel ámbito sorprendentemente bello y natural. Nadie olvida los paseos de campo, rastreos por el monte Aloia, competiciones deportivas, cantos de excursión, obras de teatro, certámenes poéticos rezos cantados, magostos, acampadas, fiestas, baños de río y piscina, cine en el salón de actos...y un largo etcétera de actividades formativas que junto al estudio y una disciplina, ya en aquél tiempo nada violenta o agresiva, dejaron indeleble huella.

“ A una cueva acorazada de silencio llegan, / por la ruta de senderos escarpados vuelven, / en las aulas colegiales, con nostalgia entran.”

Volver es verbo irregular pero cuando pudimos hacerlo, a todos nos salió bien el análisis sintáctico de nuestro pasado. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No entramos en esa simpleza de planteamiento sino que nos reencontramos con un tiempo que se fue pero nos pertenece, reivindicando esos días de infancia y adolescencia como valioso patrimonio de nuestras vidas que asentaron su germinación, no sin tormentas o nublados, pero al cabo pujantes ilusionadas, alegres. en convivencia y fraternidad. Son valores que nos dieron y mensajes que hicimos nuestros, encargándose el futuro adulto de demostrar que nos criaron bien , intelectual y humanamente. Profesores que pasaron más tiempo con nosotros, ya sea de tutores, directores o encargados del internado han sido invitados a los encuentros para hacer patente nuestro reconocimiento y gratitud. Pero vivos y muertos, todos ellos están en nuestra memoria cordial. Tenemos la suerte de que, como decía al comienzo con versos, aquel escenario físico del pasado apenas ha sufrido cambios si no es para mejor.

“Dichosos porque el tiempo ha filtrado los recuerdos, / al abrigo de intemperies, inclemencias tristes, / haciendo estalactitas en el pecho del alma”

El monte Aloia, que ascendíamos antaño en otoño y primavera, nos recibe también hoy bajo la cruz que lo corona, celebrando la juntanza en el restaurante de siempre con vista diáfana a las laderas boscosas que algunos, en heroica forma física se atreven aún hoy a escalar.

Volver es verbo irregular aunque nosotros lo hemos conjugado con regularidad amistosa -haciendo una vez más juego de palabras- y hablando sin parar de nuestros recuerdos. Este año no ha podido ser. Dejo aquí constancia, como portavoz accidental del grupo, del propósito de volver, si Dios quiere, como Ulises tras su Odisea.

“ Oh Ítaca añorada, pazo de remembranzas. / Los niños que criaste al amparo de tus alas/ vuelven del exilio a tus riberas maternales, / sabiendo que Penélope ha tejido el ovillo,/ por los siglos de los siglos de nuestra ausencia,”