A lo largo de la vida, sin necesidad de pedirle permiso a la memoria, se presentan situaciones que nos sirven de espejo. La genética, ciertamente, es la que determina nuestra vida. De nada sirve ser la voluntad duradera que se esfuerza. No, de nada: querer no es poder. Hay cosas que se aprenden, pero otras, son la lección tramitada de antemano, transmitidas a través de nuestros genes. Todos tenemos nuestras limitaciones; sí, las mismas que determinan nuestro estado de ánimo y nos frustan. Negar lo obvio es entrar en un estado progresivo de insatisfacción.

La desigualdad está siempre presente en nuestra vida. Con regularidad vemos sus asimetrías, la mayoría son identificables, otra cosa es que no queramos verlas.

Hace pocos días, sentada junto a la costa, pude ver que junto al juego de la imitación, se descomponen muchas larvas. Creo que las redes sociales nos animan a trastornarnos: jamás he visto tanta estupidez suelta, y tanta necesidad de aparentar lo que no somos. Para muchos, las vacaciones de verano, han sido el itinerario para tirarse el pisto y después mostrarlo en las redes sociales. El deseo de instalarse en lo brillante no nos deja ver nuestras limitaciones. Ni todos somos guapos, ni todos somos listos, ni todos tenemos el yate de Cristiano Ronaldo. Es el momento de desarrollar nuestros dones y dejar el absurdo mundo de la apariencia. La felicidad se ejecuta de dentro para fuera. Darle otro contexto es tener que buscar constantemente la luz artificial de las cosas. Nosotros, los humanos, a diferencia de los animales (son felices con muy poco) somos la forma de nuestro ropaje. A veces pienso que debajo de muchos sombreros solo hay pelo. La genética es la única que multiplica nuestro perfil o lo deja reducido a una pura fantasía. Somos el “buen viaje” que al nacer se topa con nuestros genes y al mezclarse con el bullicio encuentra los impedimentos recomendados con el nacimiento. Entonces, díganme: ¿querer es poder?