Llega a Zamora una muestra significativa de la poderosa obra poética visual de Tomás Salvador González, el escritor que supo sumergirse como nadie en un discurso embebido e insólito que conoció diversos registros, ninguno de los cuales se acompasaba fácilmente con lo que podía esperarse de ellos.

En la Biblioteca Pública puede verse ahora ese juego de colisiones entre palabras e imágenes -a veces son simplemente espacios de color que parecen sobrepasar cualquier lenguaje- que el poeta descuajaba del mundo habitual, del fogonazo efímero de los periódicos o del alcance engañoso de la propaganda para llevar a cabo aleaciones que, a su manera, llegan a desmentir la preeminencia interesada de los lenguajes preponderantes en la vida social. Ya en su libro Favorables país poemas (Icaria, 1996), Tomás Salvador advertía de la usurpación que los “lenguajes deleznables” habían llevado a cabo al entrar sin remilgos en el espíritu de las palabras. La misión del poeta debería ser, entonces, sacarlas de ese depósito falaz para devolverlas a su lugar natural; él se esforzó en conseguirlo mediante una actividad poética disolvente que dejaba al descubierto la necesidad de devolver a las palabras su vitalidad infantil, su alegría interior, empobrecida por quienes las utilizaban a la medida de intereses siniestros. El poeta, sí, es el que entrega de nuevo las palabras a la tribu con la resonancia y la ardiente precisión que ellas tenían. Y Tomás Salvador se aplicó a ello con la calma y la dedicación de un entomólogo paciente -como hacía todo en la vida- en un quehacer de desmontaje y delicadeza que acaba por crear esas constelaciones poéticas que podemos ahora contemplar en la exposición, constelaciones sin conexiones lógicas que van todavía más allá de lo que es la extrañeza y la intensidad del lenguaje poético.

En el libro reciente De aleda a aldea (Universidad de León, 2020), el escritor Luis Marigómez ha designado los ejes del mundo poético de Tomás Salvador, presentes también en esta exposición. En ella se despliega un repertorio de los territorios del poeta zamorano que rubrican esa manera de estar en la poesía con “búsqueda, juego y rigor”, como el propio Marigómez ha dejado sentado. Titulares atiborrados hasta la saturación que provoca un exceso de información, imágenes sin rostro propio, la mudez fértil de colores batidos entre sí, sobres abiertos de donde emergen palabras de signo oracular, cajitas donde cabe el aroma del pasado, tipografías insólitas -“Celosías”, se las llama-, restregadas entre sí hasta perder su perfil visual…, una danza cuya norma recurrente siempre remite a esa resistencia del poeta a aceptar pacíficamente los lenguajes impuestos. Con el tiempo, y en correlación con esa actitud, en su poesía discursiva, reunida en Una lengua que él hablaba (Dilema, 2018), Tomás Salvador fue cediendo paso a los espacios rurales de su niñez zamorana (Piedrahíta, Riego del Camino, Fontanillas…) tan presentes en esa otra obra póstuma, Restos de infancia. Hay una recuperación de sueños y recuerdos, “como si de algo sagrado se tratara”, según dice el poeta Víctor M. Díez en el esclarecedor estudio preliminar a su poesía reunida. Es cuando aparecen, cada vez con más contundencia, vocablos ya olvidados que hacen referencia a aquella vida campesina, tan perdida ya: teleras, berrazas, arrañales, buchina, tenada… Frente a las palabras de oscura ajenidad (“los nombres de los amos”, deja caer en una de sus piezas visuales el poeta zamorano) se alza esta otra jugosidad de las palabras de la aldea, palabras agrarias, perdidas e innecesarias ya en el vértigo de la actualidad, como las que aparecen en “Pesas y medidas”, ese texto maravilloso y tan significativo de su libro Siempre es de noche en los bolsillos. La presencia de esos vocablos imprevistos hay que entenderla así, como otro modo de drenar, para salvarlo, el espacio de claridad que pertenece a lo que es propio del hablar del pueblo -de la aldea- y que Tomás Salvador restituye a partir de la memoria. Una memoria que convoca todos los modos de la felicidad que caben en la evocación sin tasa del pasado, allá donde hasta la muerte estaba rodeada de signos que la convertían en algo íntimo, connatural al destino humano; a veces, sí, demasiado precipitada en su aparición…