(Puerto de los Bueyes, 1371)

Como ahora, aquellos fueron tiempos duros. La Peste Negra rebrotó y se cebó con la gente de mediana edad. Zamora, la bien cercada, tiró su manta bermeja y se entregó al bastardo Enrique el 26 de febrero de aquel año maldito de 1371. Solamente la ciudad de Carmona resistía ya en Castilla los embates de los “vendidos”: la vieja nobleza y las terribles Compañías Blancas, mercenarios franceses que sembraban la muerte como quien va de feria, y muy especialmente en las juderías, que eran muchas, muy pobladas y sentenciadas por su apoyo a la causa de los petristas.

Casi dos años después del asesinato del rey legítimo en Montiel, Fernán Ruíz de Castro, Conde de Lemos, defendía a diente sus plazas gallegas. La mujer del rey bastardo es la que envía, desde Zamora, a una parte de sus fuerzas a la Galicia, incluidos los mercenarios franceses con dos sanguinarios al frente: Pedro Manrique y Pedro R. Sarmiento...

Y ya situados en la Historia, vamos al relato que viene a cuento:

Llegó Men Rodríguez de Senabria antes que nadie. Al pasar por el portazgo de Chaguaceda miró a la Puebla y, dicen, que lo vieron llorar. Entró en la iglesia-fortaleza de Santa Olalla, en la Lomba, y se arrodilló ante la tumba de su antepasado Pedro Rodríguez de Senabria, fundador de este templo emboscado con todo un sembrado de historias que narrar.

En los alrededores se fueron concentrando señores locales con sus huestes, que se unían “al desespero de una causa perdida”. Eso fue lo que dijo Ruy Caparrosa, el caballero de azor en puño, que llegó de Braganza, ya tomada por el Trastámara, pasando por Calabor, Parada y el Terroso. Ruy era un hombre de confianza de Men; había sido doncel de la malograda Inés de Castro y un maestro en el arte de cetrería, el mejor con la daga en cuerpo a cuerpo y un jinete de élite que sólo montaba caballos lusitanos de sangre árabe.

Men y Caparrosa se abrazaron como padre e hijo y se alejaron para hablar a solas. No dieron explicaciones, y el Señor de Senabria se limitó a gritar: ¡Nada es fácil y tampoco la vida! ¡Viva la causa de nuestro rey don Pedro!

Tomaron, con despacio, el cordel de Porto, puerta de Galicia y señorío de los caballeros de Santiago. Al pasar por el Sotillo, ya coronando la Peña Bubela, Caparrosa miró al cielo y, tapando con el pulgar al mismísimo sol, barruntó malas señales: una nube de andurlinas huían hacía el sur como escapando del fuego. Retiró la caperuza del azor, soltó la pihuela de su lúa y, mirándole a los ojos, le dijo: “Rosmura”. El azor levantó vuelo y planeó a gran altura para acabar regresando con una paloma zurita en sus garras que llevaba lazo de seda azul encerado con un mensaje: “Alteza, Galicia es vuestra”. Men le dijo a Ruy: “eso no lo envía Du Guesclin; era analfabeto”.

La nieve y el hielo, llegados a Monterrey, se convirtieron en mal menor: todo era desolación y un anticipo del anunciado final. Castro Caldelas y Monforte habían sido tomadas y saqueadas por los mercenarios franceses. Al llegar a Rivadavia, judería petrista, los cadáveres eran tantos que espantaron a las gentes de Men. Y fue, una vez más, Ruy Caparrosa el que, con permiso de Men, decidió marchar a Tuy, plaza que resistía como refugio de los vencidos, que no derrotados.

Allí se enteraron: Fernán Ruiz de Castro -toda la lealtad de España- había sido fulminado en el Puerto de los Bueyes y figuraba entre los muertos. Pero, cuando Men le abrazó en Tuy, demostró una lealtad y una amistad incondicional sin precedentes. El de Lemos había huido a Portugal a uña de caballo.

Los acuerdos entre el bastardo Enrique y el ambicioso e inestable monarca portugués, primero en Alcoutim y luego en Santarem, llevaron a los petristas al exilio en la Inglaterra de los Lancaster. La ciudad de Carmona capituló defendiendo el tesoro y a los hijos de Pedro. El conde de Lemos acabó muriendo en Bayona. Men fue de los pocos que no abandonó Portugal, viéndola venir y defendiendo a los judíos en los aledaños de Oporto. Y de Ruy Caparrosa nunca se supo más… aunque alguien dejó escrito que murió de viejo en la judería de la villa sanabresa y que en su tumba -hoy perdida- alguien cinceló estas palabras: “Por nasçer en espino non val la rosa menos, nin el buen vino por salir del sarmiento; non val el açor menos por nascer de mal nido, nin los enxemplos buenos por los dezir judío”. (Caxón 12, Leg. 7, M.M.G. Año de 1420). Aquel archivo, como otros muchos, ardió en más de una ocasión.