Desde el anuncio de los años setenta en el que a un escolar de camino a la escuela se le olvidaban primero los donuts, “¡anda, los donuts!”, y luego tras volver a por los donuts se le olvidaba la cartera, “¡anda, la cartera!”, hasta el inicio de curso de este año, han cambiado mucho las cosas en la enseñanza.

El objetivo del anuncio era promocionar los donuts en una sociedad en la que lo más parecido que habíamos visto los niños eran las rosquillas de anís -¡quita, quita, no compares, mucho mejores las rosquillas!-, y para ello se equiparaba la importancia de la cartera cargada de libros y cuadernos con la de los donuts para el recreo.

Si nos olvidamos del producto promocionado, el anuncio equiparaba dos necesidades igual de importantes, la alimentación del cuerpo y del espíritu: el almuerzo y el libro.

¡Y claro que han cambiado las cosas en la enseñanza! Las carteras cargadas de libros pasaron a ser la causa de dolores de espalda y problemas de crecimiento por afectar a la columna vertebral. Se sustituyeron por mochilas con ruedas que llevan cargados de dignidad los abuelos que acompañan a los más pequeños al cole. En algunos centros se fueron dejando en la escuela, a veces en taquillas parecidas a la de los niños de las películas americanas que también comían donuts.

Los susodichos donuts bañados en azúcar-azúcar pasaron, junto con los pastelitos con cromos de reclamo, a ser un alimento casi prohibido o al menos limitado porque las caries de los dientes y obesidad de los niños. Se fueron sustituyendo por alimentos más naturales como las frutas, “¡anda, la manzana!”, o los bocadillos caseros, aunque algo diferentes a los de antes del anuncio de los donuts, “¡anda, el sándwich de pavo!”.

¿Y qué fue de los libros? Pues que continúan siendo promocionados por los docentes que lo son en gran parte porque los libros fueron la fuente de su cultura, de su profesión y sobre todo de su diversión cuando eran niños. Pero que se enfrentan a una lucha en la que entre sus alumnos ganan los medios audiovisuales e informáticos como fuente de conocimiento y sobre todo de entretenimiento. Los profesores y maestras que utilizan con normalidad las nuevas tecnologías como recurso educativo y conocen sus ventajas, no han olvidado el tacto del papel, el olor de los libros recién estrenados, el subrayado con bolis de colores y sobre todo el desarrollo de la imaginación que ante las mismas letras construía distintas historias y sueños en cada niño. Muchos contenidos de los libros se pueden descargar en el ordenador, que ha pasado a formar parte del material escolar, “¡anda, la tablet!” (o “la mi tablet”, que dirían mis alumnos alistanos y algo llioneses).

Y sobre todo “¡anda, el móvil!”, que ha sustituido al balón de fútbol, a la comba, al clavo, a los cromos, a las canicas para el recreo. Y que ahora es más importante para los jóvenes estudiantes que los donuts y la cartera del anuncio juntos, porque es un medio de comunicación entre los amigos además de una fuente de información inmediata, un elemento de presunto control de sus padres y madres, y en general otra batalla perdida de los docentes en las clases. El móvil ha pasado a ser el único juguete para una generación de niños y niñas que ya no juegan ni siquiera a “bruterías” (invento de Marco y sus compañeros).

¿Y por qué no juegan como antes en el recreo y sobre todo en la calle? Porque los juegos han dejado de ser importantes para parte de la sociedad y las familias; no así para los maestros que conocen el valor educativo del juego, ¡otra lucha perdida! Pero sobre todo porque las calles dejaron de ser seguras.

Donuts que representan la importancia de la alimentación; libros y ahora ordenadores como fuente de cultura; juegos y ahora móviles como elementos de socialización. Y necesidad de seguridad: “¡anda, la mascarilla!”.

El curso escolar que empieza es de la seguridad: sin recreo, sin juegos colectivos, sin compañeros de pupitre, sin compartir materiales, sin salir a la calle, con los zapatos desinfectados, con las filas para entrar y salir, con los horarios escalonados para evitar grupos y aglomeraciones, con los compañeros limitados a la “burbuja” de la clase. Sin donuts, ni cartera, “¡anda la mascarilla!”

Este año que no tengo ni escuela, ni alumnos, ni clase, ni compañeros, sí que tengo la confianza de que los maestros y maestras seguirán haciendo de la escuela ese lugar donde los niños van a estar seguros. Porque su profesionalidad y vocación han superado las épocas de donuts, carteras, tablets, y móviles, y ahora superarán las mascarillas.

Lo harán con su esfuerzo. Porque otra cosa es lo que ha sucedido con las administraciones con competencias en la educación, que andan a última hora improvisando y sacando normas que deberían haberse previsto durante las no vacaciones que hemos tenido pero no disfrutado.

“¡Anda, el curso escolar!”, andan diciendo las Consejerías de Educación.