Desde hace muchos años en España los gobernantes navegan a contracorriente de los acontecimientos. Están más obsesionados con las encuestas, para conocer la intención de voto, que preocupados por la realidad social, cultural y económica del momento presente. ¿Cómo van a abordar los retos que traerá en un futuro próximo la bajísima tasa de natalidad o el desplome de la Seguridad Social con la afilada espada de Damocles sobre las cabezas de los pensionistas?

Esta vorágine cortoplacista nos conduce a un temerario y azaroso desfiladero socorrista y asistencial. Las subvenciones, como los funestos PER (Plan de Empleo Rural), no son más que una sagaz manera de domesticación y, al mismo tiempo, el modo más eficaz de propiciar la picaresca. No es de recibo que en la comunidad autónoma con más paro los empresarios tengan que contratar a inmigrantes africanos para trabajar en los invernaderos. Me gustaría saber cuántos millones de euros se han dedicado a subvencionar el PER y cuántos empleos duraderos se han generado desde que se puso en marcha en 1986, o sea, hace ya treinta y cuatro años. Un año antes se creó la empresa Inditex, que cuenta con 152.000 empleados. En 1977 se fundó Mercadona, en la que trabajan 90.000 personas. En total, en las dos empresas hay 242.000 trabajadores. Sin coste alguno para las arcas del Estado; al contrario, contribuyen anualmente con cientos de millones de euros a la Seguridad Social.

El hecho de que Amancio Ortega, fundador de Inditex, y Juan Roig, fundador de Mercadona, posean una gran fortuna personal no menoscaba su contribución a la creación de empleo. Contribuyen, además, con no pocos millones de euros al erario público.

Recordar a estas alturas que en España la inmensa mayoría de los empleos los crean las empresas privadas es una verdad de Perogrullo. De los 19,7 millones de empleados que había en 2019, más de 17 millones trabajaban en empresas no públicas, sobre todo en las pequeñas y medianas. Estas empresas y sus trabajadores son los que sostienen con sus aportaciones el llamado Estado del bienestar.

Se puede poner en tela de juicio el sistema capitalista o condenarlo con palabras tan contundentes como las que empleó el obispo recientemente fallecido Pedro Casaldáliga: “No cabe un capitalismo humano; el capitalismo sigue siendo homicida, ecocida, suicida. No hay modo de servir simultáneamente al dios de los bancos y al Dios de la Vida, conjugar la prepotencia y la usura con la convivencia fraterna. La cuestión axial es: ¿Se trata de salvar el Sistema o se trata de salvar a la Humanidad?”

No creo que exista en el mundo un sistema capitalista puro y duro, que sería una aberración. La realidad es que prevalece una economía mixta con una gran participación del Estado, que además regula y controla los pilares de la economía para que sus efectos beneficien a las clases más desfavorecidas: parados de larga duración, enfermos crónicos, discapacitados y rentas más bajas. En las aportaciones por el IRPF, sociedades, etc. existe una discriminación positiva porque son progresivas, es decir, paga más el que más gana, incluso en las prestaciones por jubilación.

No se trata, por eso, de un Estado Robin Hooh, sino de una Administración correctiva. La igualdad no tiene nada que ver con que todos paguen lo mismo, sino que coticen progresivamente con arreglo a los ingresos. Esta es la ley. Otra cosa es que haya pillastres, corruptos y desalmados, que los hay en todos los estamentos sociales, para evadir impuestos y burlar al Estado: desde los más encumbrados hasta los pícaros que perciben pensiones de familiares ya fallecidos desde hace varios años.

Lo público y lo privado en unos estados modernos se entrelazan y complementan para satisfacer y equilibrar el bien común. No hay alternativas más apropiadas para salvaguardar la democracia, la justicia y la riqueza distributiva.