Los viejos piratas, bucaneros y corsarios sabían bien lo que era llegar a puertos seguros, esos puertos como Port Royal, en Jamaica, que les cobijaban después de mil lances y otras tantas cicatrices, porque no hay lance sin herida. Y también lo sabían todos aquellos que, siendo bandoleros, o no, encontraron en las tierras de Sanabria, en esas tierras de La Raya, el refugio a persecuciones inmisericordes por sus delitos, o por su religión. Porque para unos y otros, llegar a puerto seguro era llegar a un lugar de refugio, de paz, de no tener que mirar atrás y donde aquellos con los que se cruzaban por cualquier callejuela si no eran amigos al menos no era enemigos, que nuca es poco.

En estos tiempos de tanta incertidumbre todos andamos siendo un poco piratas intentando robar realidad a la realidad y tiempo al tiempo, asaltando ilusiones y sueños frente a la desolación y la barbarie de una realidad que nos persigue como los barcos de la corona a los piratas, por la noche y a traición, pero tarde o temprano, porque nos hará falta, buscaremos un puerto seguro, aunque el asunto no será tan fácil como para aquellos viejos corsarios que sabían dónde estaba ese puerto en sus cartas de marear y nosotros mal andamos de cartas que gobiernen nuestra vida y sabemos que los sitios puede que cobijen los cuerpos, pero no los corazones.

“Lo contrario de vivir es no arriesgarse”, canta Fito Cabrales, y aquí estamos, dispuestos a dejarnos la piel cada día para que nuestra vida no sea un esperar solo a que todo cambie para que todo siga igual. Ya nada será igual y algunos ni siquiera queremos que sea igual y deseamos respirar para dejar de estar vivos y empezar a estar viviendo, que ya nos dejó claro Camilo José Cela, aunque más bien parece una de las chanzas del escritor que una realidad, que “no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo”, que las palabras no solo cambian las percepciones, sino hasta las realidades.

Así que arremangados a lo que venga y como venga, que nadie dijo que el mar no se embraveciese más de una vez y que la vida no hubiese que ponerla una y otra vez al tablero aun a riesgo de perderla en algún envite y cada envite por encontrar la felicidad y la paz, el sosiego de saberse a gusto consigo mismo para estarlo con los demás, bien merece la pena afrontarlo, porque lo peor no sería no atreverse, sino no atreverse ni a desear. Y para saber y disfrutar de lo que es la calma es preciso pasar la tempestad; si no, sencillamente no se ha navegado en el mar de la vida. Cuando se pasa la tormenta es cuando uno sabe que ha gobernado bien el timón, con pulso firme, que nos va la vida en ello, y la vista puesta en el horizonte, y entonces respira hondo y se siente en paz y se siente grande, porque era su timón y su barco, y en su barco solo navega, como en el romance del conde Arnaldos, “quien conmigo va” y, añado yo, quien está dispuesto a fijar bien los anclajes y amarres y a coger los remos cuando se siente que el balanceo del barco va a arrojarnos al mar. Después es cuando habrá que buscar puerto seguro para reposar de la marea nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestra alma, que siempre siente antes el frío de la soledad.

En esta navegación por mares turbulentos no viene mal recordar al poeta León Felipe: “Porque no es lo que importa llegar solo ni pronto, / sino con todos y a tiempo”, pero lo importante es ser capaces de llegar a lo largo de nuestra vida, que, lejos de ser una carrera al sprint, es una carrera de fondo y, claro, acaba cansando más y exigiendo más para nuestro reposo. Y no nos valdrá solo pisar tierra firme, ni siquiera una buena fonda donde calentar el cuerpo, como tan bien les valía a los piratas; necesitaremos para sabernos en puerto seguro un corazón que nos cobije el alma, unos ojos que brillen cuando estén frente a los nuestros y una boca dibujando una sonrisa, incluso cuando la mar estaba más picada, y que diga sí cuando bien podría haber dicho no; y siempre un contigo y por ti, soñando la eternidad que da el saberse eterno cada día cuando amanece.

Entonces, solo entonces, sabremos que hemos llegado a nuestro puerto seguro y no saldremos más a surcar los mares en busca de tesoros que quizás abriguen el cuerpo, pero que dejan el alma a la intemperie, porque, como escribe Julián Marías, “cuando nos decimos: sí, esto es, somos felices, aunque lo pasemos mal, aunque la situación sea difícil y penosa”.