Aquella noche fue imposible que conciliara el sueño. Cada dos por tres se había tenido que enfrentar a grandes pesadillas. Una vez superada cada una de ellas, con intervalos más de desvelo que de malos sueños, cayó en la cuenta que las pesadillas no habían sido tales, sino recuerdos de hechos reales que, merced al juego al que suelen jugar el sueño y el inconsciente, vienen a hacer visitas, a esas horas de la noche en las que se suele buscar el descanso.

Se trataba de un hombre jovial al que su profesión le hacía subir y bajar escaleras con agilidad durante todo el día, aunque no lo facilitara su gordura, lo que le hacía pensar que gozaba de un buen estado de salud, no solo física, sino también mental. Además, en su día, se había interesado en conocer cosas del Señor de las moscas, que es como algunos denominan a Belcebú, de manera que estaba vacunado sobre la forma poco ejemplar con la que suele actuar el género humano. De esa experiencia, además, había salido defraudado porque los adoradores de Satán para llevarlo a su redil trataban de convencerle que fascinación y fascio venían de falo, y luego comprobó que lo de fascinación si encajaba, pero no tanto lo de fascio.

Pero aquella noche fue un no parar. Un recibir inputs que le traían al presente grandes mentiras del pasado, teniendo, mayoritariamente, como protagonistas a los distintos presidentes del Gobierno. Así pasaron por delante de él, algunas de las más significadas, y no debidas a falta de información, puesto que contaban con miles de asesores en múltiples materias; ni tampoco a su ingenuidad, pues los encargados de cuidar su imagen se lo habrían impedido; ni de no estar dotados de la inteligencia suficiente, puesto que para llegar a ser presidente del Gobierno no se puede ser tonto. De manera que el hombre que sufrió de aquella noche sandunguera llegó a convenir que lo de mentir por mentir, de manera tan zafia, había sido una cosa tan grave que le hacía desconfiar de todos ellos.

Le llegó a venir la imagen del presidente Aznar, poniendo los pies encima de la mesa, asegurando la posesión de armas de destrucción masiva por parte de Irak, para facilitar la declaración de la guerra, cosa en la que siguió insistiendo, aun cuando sus colegas de las Azores, Bush y Blair – que eran los que realmente sabían del asunto – ya hubiesen llegado a admitir su equivocación.

Le siguió la imagen de un Mr. Bean, encarnado magistralmente por Zapatero, asegurando que España tenía una economía tan sólida que no había que temer nada respecto a la crisis mundial, subvenida de las hipotecas “Subprime”, mientras su ministro de economía, a la sazón Solbes, decía, por lo bajini, que nos iba a caer la mundial, como así llegó a suceder.

El sueño en el que apareció Rajoy queriendo hacerse pasar por un ser superior, por encima de tener la obligación de conocer la corrupción generalizada en la Gürtel de su partido, fue antológico. Mayormente al afirmar no haberse enterado de nada, tras haberle dicho a Bárcenas aquello de “aguanta, hacemos lo que podemos”. Claro que el hombre gordo no se sorprendió demasiado, pues conocía la sangre fría del presidente, puesta de manifiesto, en su día, cuando solo era ministro, al calificar de “hilillos de plastilina” la tremenda catástrofe ecológica del “Prestige”, que dejo las costas gallegas hechas unos zorros.

El presidente Sánchez irrumpió también con fuerza en el sueño cuando aseguraba que no podría dormir tranquilo con Podemos en el Gobierno, cuando lo que llegó a suceder fue que, en cuanto pudo, colocó a su líder, ya fuera por la puerta de atrás o la de delante, nada menos que de vicepresidente.

A todo esto, barrían el escenario de su sueño pavorosas imágenes con las que los agoreros disfrutan recordándonos, a cada momento, que tenemos una economía más que maltrecha, que se refleja en una deuda externa bruta del 171% del PIB y un paro galopante, debido principalmente a la caída del turismo, a lo que se le superponía una nube negra sobre la que se trasparentaba la maldita pandemia del Covid-19. Tristemente, no podía esperar una sola verdad por parte de ninguno de los partidos políticos, ni tampoco de ningún acuerdo, pues le había quedado claro que aquellas mentiras no buscaban el bien de los españoles sino la consecución exclusiva del poder.

Imposible de entender para él hombre jovial que, ante la enorme crisis actual, el PP estuviera diciendo que no iba a aprobar los presupuestos generales del Estado sin siquiera conocerlos. Y que el PSOE se negara a hablar con el jefe de la oposición para tratar de ponerse de acuerdo en levantar al país, aunque ambos tuvieran la obligación de hacerlo. Obligación no solo política, sino moral, aunque solo fuera por aquello de ser ambos mayoritarios, además de los más centrados y menos irrespetuosos con la Constitución.

Una vez que el hombre gordo hubo despertado lo entendió mejor, pues recordó aquello que le decía su abuelo de que” Es difícil encontrar hombres que no se sientan engrandecidos por un título, sino que los lleguen a engrandecer”. Y esa reflexión no contribuyó a mejorar mucho su ánimo. Se acordó también de su padre que defendía la lealtad a largo plazo, aun a costa de saltar charcos, y que por eso le gustaban tanto los esparveres, ya que el macho y la hembra siempre vivían juntos, hasta que les separaba la muerte.

Pensó, que una cosa es mentir deliberadamente, como cuando aquel adolescente le pedía a una joven experta si quería ser su novia, y ella le contestaba “Ya podías tener diez años más”, y otra bien distinta equivocarse. Y convino que los políticos, aunque se equivocaban, eran más dados a mentir.

En el silencio de la noche sonaron las palabras “Truenos tempranos, fríos tardanos” lo que hizo que al hombre gordo y jovial le entraran ganas de irse, ¿pero a dónde?