El Berlín de la postguerra es uno de esos macabros ejemplos de la inestable balanza en la que se comparan la libertad y su ausencia. No digo la libertad y la opresión porque es connatural al avance en la civilización y el desarrollo de la humanidad concebir la libertad individual como el estatus primigenio sobre el que desplegar el único otro derecho absoluto, el derecho a permanecer vivos en tanto la naturaleza nos lo permita.

La ausencia de libertad es ya opresión en sí misma. Si bien, el contrato social que suscribimos para renunciar a parte de nuestra autonomía personal y poder convivir –generalmente de forma pacífica– en comunidad, permita establecer grados aceptables de renuncia al libre albedrío. Renuncio al ejercicio pleno de mi libertad a cambio de que los demás hagan lo mismo y así todos podamos ser “moderadamente libres”, evitar los conflictos y, por lo tanto, sentirnos seguros en nuestra convivencia social.

Berlín, capital de la opresión instaurada por la aberración nacionalsocialista, una vez tomada por aliados y soviéticos fue dividida en cuatro partes a efectos administrativos y de control militar: Inglaterra, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética se repartían ciudad y país. Pronto los tres primeros, regímenes democráticos, unificaron sus sectores y dieron lugar a la reconstitución de Alemania como país libre con ciudadanos libres. Los soviéticos escudándose en el peligro de Alemania para la seguridad en Europa no quisieron más libertad que la de mantener su bota militar sobre su área de influencia.

De 1945 a 1961 la Alemania occidental se consolidó como nación libre, democrática y próspera (el capitalismo suele traer estos logros). La Alemania del Este, oficialmente denominada “Democrática” –Orwell mejor que nadie nos explicó cómo el opresor da pátina a sus actuaciones y objetivos con palabras que significan lo contrario–, consolidó la ausencia de libertad, el estado totalitario y la ruina económica (el comunismo siempre, sin excepción, ha producido estos efectos).

Durante esos años (después más aún) la brecha se fue haciendo más grande. Los platillos de la balanza se desequilibraban cada vez más y, como ocurre con los enemigos del hombre y de la libertad, después de años de escalada en las limitaciones para el paso del Este al Oeste, siempre amparados en el subterfugio de la seguridad, al amanecer del 13 de agosto de 1961 los ciudadanos de Berlín se encontraron ante un muro. Los soviéticos y sus acólitos alemanes sostenían que “el muro fue levantado para proteger a su población de elementos fascistas que conspiraban para impedir la voluntad popular de construir un Estado socialista en la Alemania del Este”.

La libertad, como la vida, nos pertenece a cada uno individualmente. El contrato social nos lleva a ceder parte de nuestra autonomía para que sea gestionada de forma conjunta y democrática en beneficio de la convivencia pacífica, en igualdad y bajo normas justas. Pero la tentación de los poderosos por restarnos libertad a cambio de la seguridad (hoy llamada salud pública) siempre está activa. Es el muro tras el que ocultar la vocación de control social y la incompetencia en la gestión.