Estas tierras suelen ser amarillas u ocres, aunque, a veces, dependiendo de la estación del año, puedan llegar a verse verdes. En ellas vive gente trabajadora que cuando dice que hay escasez de medios es que existe tal escasez, aunque algunos de fuera se empeñen en decir que lo de la escasez es una simple metáfora. Rara vez se quejan sin sentido, por lo que quienes los critican deberían, al menos, escucharlos de vez en cuando.

Eso, al menos, es lo que piensan esos dos amigos que pasean por el camino que bordea el rio durante unos cuantos kilómetros, desde el Barrio de Olivares a Ifeza, ya en las afueras de la ciudad, cuando se han dejado atrás los últimos edificios. A esas alturas de la vida caminan despacio, aunque no por ello con desgana, pero si haciendo silencios. Caminan como lo vienen haciendo desde hace algún tiempo, recordando las largas marchas que hacían cuando apenas eran solo unos niños y tenían prohibido alejarse mucho del centro de Zamora.

A veces tienen dudas sobre la precisión de los acontecimientos que van rememorando, porque son conscientes que el paso del tiempo suele deformarlos, pero no por ello llega a decaer su ánimo, ya que les merece la pena esforzarse para encajar lo mejor posible el puzle de los recuerdos.

Ambos son conscientes que cuando llegue a apretar el verano deberán buscar cobijo en algún banco de la Plaza de los Tilos, para continuar sus charlas, junto a los grises muros de la Iglesia de San Ildefonso, porque el sol no perdonará para entonces.

Permiten dejarse hablar sin llegar a interrumpirse, si bien con la aviesa intención de hacer responsable al otro de los errores que pueda haber cometido en sus exposiciones. No son pocas las veces que dicen que las cosas han cambiado apenas desde sus tiempos mozos, pues los jóvenes continúan saliendo hacia cualquier parte del mundo en busca de trabajo, ya que aquí es difícil poder labrarse un futuro.

Al caer la tarde, con los brazos apoyados en el balaustre del balcón, observan la poca agente que pasea por la calle donde viven, y los siguen con la vista hasta que se pierde el sonido de sus pisadas.

No son partidarios de criticar por criticar, porque saben que todo el mundo tiene sus cosas, aunque no por ello dejen de evaluar las consecuencias de tal o cual actuación u omisión, especialmente si resulta imputable a la clase política. No obstante, continúan con sus ditirambos, aunque, con frecuencia, suela prevalecer el amor a su tierra sobre cualquier otra consideración. Esa tierra que tuvieron que abandonar en lo mejor de su vida, cuando los límites del mundo se encontraban en Los Tres Arboles, y la mayor aventura consistía en atravesar el túnel del ferrocarril, en el tramo que iba desde la Plaza de Toros al Bosque de Valorio, sin conocer el horario de los trenes, expuestos a tragar el humo de la locomotora que tiraba del convoy.

“¡Come más churros!”, dice uno de ellos. “No puedo meter uno más; estoy implado”, responde el otro. Ambos, frente al mercado de abastos, coinciden en que, aunque Lorenzo se haya jubilado y el local sea ahora otro más moderno, tienen el mismo sabor que los que comían antaño.

Han tenido suerte de poder regresar a su tierra, y de haber vuelto a encontrarse. A diferencia de otros muchos, que continúan perdidos en alguna parte de la diáspora zamorana, como es el caso de fulanito, que se fue a Alemania para trabajar de ingeniero, y solo ha tenido la oportunidad de volver un par de veces por Semana Santa, eso sí, con el permiso de su mandona esposa teutona. Él, que era un machista de siete suelas y se jactaba de repetir aquello de que “el amor de una mujer nace la tercera vez que aquella le lava los calzoncillos al marido”, porque lo había leído en “La hoja roja” aquella estupenda novela de Miguel Delibes.

Ambos son como los cantos rodados, ya que se han ido puliendo a base de dar vueltas por la vida. Uno recorriendo el mundo en busca de contratos para su empresa, el otro pasando de ministerio en ministerio hasta alcanzar el cargo de subdirector general, que es casi la máxima categoría a la que puede llegar un funcionario sin tener que pasar por el lance de ser nombrado a dedo.

Aunque a veces hagan las mismas preguntas y ofrezcan las mismas respuestas, las referencias suelen empezar o terminar en Valorio, ese lugar encantado donde solían ir en bicicleta para fletar aquellos barcos que habían hecho con sus propias manos, partiendo de la blanda corteza que ofrecían los pinos, y verlos navegar por las cristalinas aguas del arroyo.