Cuando la vi por primera vez, me entusiasmó “Con faldas y a lo loco”, una de las comedias perfectas de Billy Wilder, con Marilyn Monroe, Tony Curtis y Jack Lemmon. Anoche volví a disfrutarla de nuevo. Mientras la veía, el título me inspiró lo que viene a continuación. Solo he tenido que sustituir “faldas” por “fiestas” y ya está. Pueden anticipar el resultado final con relativa facilidad. Resulta que otros años, por estas mismas fechas, los pueblos de media España y, por ende, los de esta provincia hervían de fiestas, jolgorio y diversión. La ruta de las fiestas de verano siempre ha sido uno de los acontecimientos más importantes en el calendario del mundo rural y, por consiguiente, uno de los objetivos de muchas personas, especialmente chicos y chicas en edad de pasarse la vida disfrutando del ocio nocturno, con sus idas y venidas por esas carreteras de dios, yendo de acá para allá, a la caza de experiencias inolvidables. ¿Les suena? Seguro que sí, porque, como yo, habrán sido protagonistas de lo que acaban de leer.

¿Qué sería de la mayoría de nuestros pueblos sin las fiestas de verano, especialmente de aquellos que apenas tienen 500, 200 o menos habitantes? Sabemos que el bullicio veraniego es un punto y aparte en la vida de muchas localidades. Y es que las fiestas no solo sirven para que los autóctonos, los emigrantes y los visitantes refuercen los vínculos sociales y los valores comunitarios, sino que son también una oportunidad para recargar las pilas y coger nuevos bríos con los que encarar la vida cotidiana durante el resto del año. Las fiestas son remotas y antiguas, como la existencia del hombre. Son un signo de cultura. Los pueblos y las ciudades necesitan sus fiestas porque en ellas se refleja su esencia, su razón de ser, su interrelación con los otros. En las fiestas se canta, se baila, se juega, se lucen vestidos, se engalanan espacios. Pero también hay momentos para el desenfreno. Que se lo digan a quienes utilizan las fiestas para dar rienda suelta a esas pasiones que solo se expresan en determinadas circunstancias.

Pero llegó el maldito virus y las fiestas veraniegas tuvieron que cancelarse. ¿Cómo íbamos a disfrutar del verano en los pueblos de toda la vida sin el desfile de las peñas, sin el teatro al aire libre, sin la carrera de cintas, sin la exposición de aperos de labranza, sin los encierros en el campo, sin la discoteca móvil y sin las verbenas? Pues sí, de la noche a la mañana, todo eso se ha ido al garete, como tantas cosas. Se acabaron las fiestas de verano tal y como las habíamos conocido siempre. Había que protegerse del maldito virus y, por consiguiente, había que suprimir el jolgorio para evitar posibles contagios. Un nuevo cambio del que muchas personas aún no se han repuesto. Pero como de la necesidad siempre hemos hecho virtud, la supresión de las fiestas no ha implicado que la parranda se haya esfumado. La capacidad de los humanos para inventar, como en este caso, otras formas de diversión es alucinante. ¿Les suena? Nos habrán suprimido las fiestas, qué más da, pero lo seguimos pasando de puta madre. A lo loco.