No hace mucho en estas mismas páginas escribía sobre la importancia de las palabras en tanto que con ellas construimos el relato de nuestra vida e incluso de la sociedad, al tiempo que trasladamos nuestras emociones, deseos y sueños. Sin embargo, hay momentos, sensaciones, y sentimientos que, aun pudiendo ser dibujados a través de la palabra, nos da la impresión de que con ellas no llegaríamos a decir exactamente nuestro estado de ánimo, nuestro sentimiento hacia la persona que reposa su cabeza en nuestras piernas mientras enredamos en su pelo, o sencillamente el escalofrío de ese relámpago de alegría o de tristeza que acaba de cruzar nuestro cuerpo. Y entonces surge una sensación de vértigo e incluso de impotencia por no ser capaces de traducir a palabras lo que estamos viviendo, porque, como a san Juan de la Cruz, nos parece estar en “un no sé qué que queda balbuciendo” que no puede ser resuelto con un te quiero, un estoy triste, feliz, o angustiado.

Y es en ese instante, que en ocasiones no dura ni lo que la luz que anuncia el trueno, donde las palabras mueren en su propia limitación, la que les da el ser una creación instrumental del hombre para la comunicación; y ahí es en donde entra la voz del silencio, ese silencio al que se dirige Neruda cuando dice “Déjame que te hable también con tu silencio”. Porque el silencio no es la ausencia de palabra, ni el abandono de la misma, el silencio tiene una voz propia que precisa ser escuchada de una manera diferente a las palabras, porque ha de ser el corazón el que ponga toda su atención en lo no emitido, lo no dicho, pero sí sentido.

La voz del silencio es como leer entre líneas, exige que seamos unos interlocutores atentos a cada gesto, cada mirada, cada pulsión del cuerpo que tenemos al lado para poder entender lo que realmente nos está diciendo o lo que está pidiendo de nosotros y, sobre todo, lo que nos está trasmitiendo cuando se han agotado todas las palabras, o ni siquiera se quieren o se pueden expresar, porque serían incapaces de trasladar con precisión lo que está invadiendo todo nuestro ser hasta casi ahogarnos.

Recuerdo un diálogo de una magnífica novela de Manuel Puig, El beso de la mujer araña, cuando Molina le cuenta a Valentín su sufrimiento y este le responde “¿Adónde te duele? Adentro del pecho, y en la garganta... ¿Por qué será que la tristeza se siente siempre ahí?” Aquí es difícil encontrar palabras de consuelo; un te comprendo o estoy aquí a tu lado se quedan muy lejos de lo que quieres transmitir y de lo que sin duda el de enfrente necesita, igual que pasa cuando el amor se ha adueñado de tu corazón y lo exprime en un abrazo sin fin y tienes esa sensación de ahogo que no puede resolverse con decir u oír un te amo, porque sabes que estás muy lejos de esa sensación que describió Luis Cernuda: “Tú justificas mi existencia:/si no te conozco, no he vivido;/si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”, que es la que realmente estás viviendo en tu interior.

En ese estado en el que las emociones embargan todo tu interior hasta el punto de que respirar se convierte en un esfuerzo supremo es donde la voz del silencio reclama su espacio y nuestra atención. Como escribió Leonardo de Arrizabalaga, “En el principio hay silencio, y en el fin, y el silencio late en toda voz”. Con las palabras rompemos nuestro silencio y con nuestro silencio abrimos las puertas del alma para que esta se exprese sin ataduras ni limitaciones e impregne cada uno de nuestros gestos, nuestras miradas e incluso la sensibilidad de nuestra piel que se convierten en los trasmisores de lo que no podemos condensar en palabras y que sentimos tan profundamente que incluso ponerlo en una palabra, sea tristeza o amor, nos parece una injusticia con la grandeza de lo que realmente estamos sintiendo.

Y entonces callamos a la espera de que alguien, también en silencio, entienda nuestro sentir y nos devuelva una mirada, una caricia, o un abrazo que nos haga sentirnos plena y perfectamente entendidos y, sobre todo, cobijados en los ojos que se clavan en los nuestros y que nos dicen desde su interior que están siendo uno con nosotros en nuestro dolor, nuestra alegría, nuestro amor, de manera que la paz se instala en tu interior como cuando tras la despedida sabes que habrá un reencuentro y entremedias puedes decir, como escribió Pedro Salinas, “Ayer te besé en los labios/… Hoy estoy besando un beso”, porque será la voz del silencio la que nos cobije entre uno y otro instante.