Era una época que cuando se decía eso de “ir de veraneo”, equivalía a decir “ir de vacaciones a la playa”. La gente comentaba con admiración que fulanito había ido “de veraneo” a tal playa. Pero lo cierto es que aquello no dejaba de ser una excepción, porque “de veraneo” iba muy poca gente. Es más, lo de coger vacaciones tampoco era cosa obligada, ni siquiera rutinaria, pues salvo los estudiantes y los niños, solo algunos podían disfrutar de tal lujo. De manera que la mayoría pasaba el verano en casa, con vacaciones o sin vacaciones, pero en casa.

En la ciudad la gente trataba de amenizar el verano pasando algún domingo a la fresca, yendo de merienda a “Los Tres Árboles” o a “Los Pisones”, si bien cargando con pesadas bolsas, indispensables para poder llevar la clásica tortilla de patata, los pimientos fritos y, en su caso, los filetes empanados. El desplazamiento se hacía pesado, ya que, en general, no se disponía de automóvil, y debía hacerse andando, sufriendo las inclemencias de un sol abrasador que no respetaba a nadie.

El señor Isidoro y la señora Felicísima apilaban montañas de sandías y melones en la calle, frente a su tienda de ultramarinos, en plena Puerta de la Feria. En la medida que las montoneras iban reduciendo su tamaño, merced a las ventas, el matrimonio se encargaba de recomponerlo, de manera que, durante los meses de verano, las montañas de melones y sandías formaban parte del paisaje urbano, constituyendo un espectáculo para cualquiera que las viera. Ya fuera de día o de noche, esas deliciosas frutas de la huerta permanecían vigiladas por algún miembro de la familia para asegurarse que no desaparecía ninguna sin que hubiera pasado antes por caja.

Para saber si las sandías estaban en condiciones de ser degustadas, Isidoro les clavaba un cuchillo haciendo una incisión en forma de cuña esférica de sección cuadrada, que extraía con un estudiado movimiento, para mostrarlo al comprador. Una vez comprobado que el color era el adecuado, se daba el visto bueno, volviéndose a colocar la “muestra” en su lugar original, de manera que al final del ritual la sandía quedaba completa de nuevo. Aquel protocolo, que se repetía un montón de veces a lo largo del día, era observado con admiración por los niños que jugaban libremente por aquella zona de la ciudad, ya que solo de guindas a brevas llegaba a circular por allí algún automóvil.

Tomar una cerveza en el bar “El Águila” era una liturgia casi obligada, como también saborear un helado de “La Toscana” o un “polo” de “La Ibense” en plena calle de Santa Clara. Ir a ver una peli era toda una gozada, pues la refrigeración de algunos cines, como el “Valderrey” (Después Pompeya) o el “Barrueco” hacían el milagro de que la gente pudiera pasar un par de horas sin padecer las penalidades de aquel rigor agostizo (Los otros dos cines, el “Principal” y el “Ramos Carrión”, no tenían instalado ese artilugio lo que hacía que en ellos se sudara lo suyo, de ahí que tuvieran más éxito en invierno).

Por eso, ahora, este año, que ha sido y sigue siendo anormal, debido a la pandemia del coronavirus y a sus aciagas consecuencias, el hecho de que la gente se queje de no haber podido desplazarse para disfrutar de sus vacaciones, hace recordar, al menos en parte, aquella época, si bien, en el caso actual, no necesariamente por problemas económicos, sino por miedo a caer en las garras del COVID-19. Lo cierto es que la gente se ha visto obligada a adaptarse a determinado tipo de restricciones, haciendo que sus rutinas veraniegas y sus deseos de disfrutar del ocio se hayan restringido, de ahí que el ambiente se parezca algo al de los años de escasez, si bien por diferentes motivos.

También es cierto que, ahora, la gente dispone de vehículos que permiten con facilidad poder deslazarse, y que muchos disponen de refrigeración en sus casas, pero el hecho de no haber podido moverse con total libertad hacia el norte o hacia el sur, hacia el este o el oeste, ha hecho que se encuentre nerviosa y cabreada.

Y yo me pregunto que, si aquellas generaciones de la postguerra pudieron salir adelante, sin aparentes traumas, con aquellas escaseces de carácter permanente ¿por qué no somos capaces ahora de adaptarnos a unas limitaciones temporales? que, al menos así lo parecen. Máxime, teniendo en cuenta que siempre queda el recurso de pasar unos días de asueto en casa de los abuelos o, en determinados casos, a dar una vuelta a la segunda vivienda.

Quizás, para entenderlo, sea ahora el momento de volver a ver aquella película de “Las bicicletas son para el verano”, ambientada en plena Guerra Civil y basada en la obra de teatro del mismo título que escribiera Fernando Fernán Gómez, dirigida por Jaime Chávarri, en la que unos padres repetían a sus hijos adolescentes esa coletilla de “las bicicletas son para el verano”, cuando les preguntaban cuando llegaba ese esperado momento. Lo cierto es que aquellas bicicletas no parecían llegar a comprarse, porque eran muchas las circunstancias que lo impedían. De ahí que, en aquella película, las penurias y la falta de dinero fuesen el especial contrapunto que hacía que la bicicleta se erigiera como símbolo de la libertad perdida, al menos para aquellos chavales que soñaban con disfrutar del esplendor del verano.