*Hubo muchos mayos del 68 y no todos ocurrieron en mayo ni en París. En agosto de aquel año, los tanques soviéticos redujeron con la furia de sus tanques homicidas la resistencia de los valientes habitantes de Praga contra el opresor sistema comunista. La libertad les había durado escasos cuatro meses. Su dimitido líder Alexander Dubcek, inventor de lo que entonces pareció un elocuente oxímoron, “socialismo con rostro humano”, tras ser desalojado del poder, estuvo a punto de morir de gripe. Algunos dijeron –nunca se pudo comprobar- que le habían envenenado la sopa con estroncio radioactivo. Parece que ocurrió ayer y lo que tuvo fue coronavirus. En México, el 2 de octubre tuvo lugar la masacre de Tlatelolco en la que murieron, recuerda el brillante excanciller mexicano Jorge Castañeda, “68 estudiantes y un soldado”. Bajo su inteligente perspectiva, “la historia no siempre avanza por el lado bueno, todo uso de la fuerza se volvió una masacre en potencia”. En el mundo occidental el Estado democrático pareció quedar paralizado para defenderse, a causa de su propia destreza en la liquidación de unos motines de principiantes sin ganas de estudiar los exámenes. El pánico a la acusación de uso excesivo de la fuerza se convirtió desde entonces en habitual y así continuamos, con nuestras democracias líquidas, desarmadas e inermes. Fuera de Occidente ocurrió de modo distinto. Si fuera posible enlazar aquellas asonadas parisinas con la represión de los estudiantes chinos en la plaza de Tien An Men en 1989, de la cual en silencio se cumplieron treinta años, veríamos que de ellos “no queda ya ni el recuerdo”. Fue en aquel año fatal cuando el postmaoísmo se instaló en la eternidad: ahora se llama Hong-Kong. El debate sobre lo ocurrido en el 68, bueno es recordarlo, tuvo relieve teórico, si bien muchos propagandistas nostálgicos evitan referencias negativas, o pretenden que no fue para tanto, o lo banalizan hasta tal punto que lo consideran el año fundador de la cultura pop, Madonna y el flower power. El gran pensador conservador francés Raymond Aron habló de “psicodrama” o “teatro callejero”, “una maratón de palabrería”. El agudo Régis Debray, compañero del matarife ché Guevara en la selva boliviana y después consejero de François Mitterrand, sugirió que mayo del 68 pudo ser un “ardid del capital” para liquidar “las religiones solidarias que eran la nación y el proletariado”. De manera oblicua, Debray apuntó al triunfo de la versión cultural del 68, plasmada en los derechos de las minorías, la multiplicación de la sociedad de consumo y el desarrollo global de un capitalismo basado en el intercambio de símbolos e intangibles. Olvidan dos aspectos relevantes. El asalto de la generación del 68 a los aparatos de poder académico y las industrias culturales permitió construir a los supervivientes, al menos en el mundo occidental, un mandarinato impermeable a la movilidad del talento y la innovación. Esos señores catedráticos en camiseta que esperan que sus estudiantes acudan sucios a los exámenes como requisito para aprobarlos, han estado cuarenta años al mando de algunas universidades e instituciones de educación superior. En un ejercicio de perpetuación del dislate, han repetido hasta la extenuación que quienes protestan siempre tienen razón. Para colmo, contra toda lógica, la tragedia del coronavirus ha cristalizado un régimen emocional –está pasando, lo estás viendo- que ha conectado el tóxico archivo cultural del 68 con las necesidades actuales de identidad e identificación, individuales y colectivas. El uso polisémico del término “vulnerable” representa uno de los últimos éxitos del laboratorio del populismo demagógico y llorón. A ver, ¿existe alguien que no se identifique con la vulnerabilidad, no le rinda culto o la pretenda, si además hay potenciales ganancias en disputa? El terreno estaba abonado. La invisibilización relativa de la muerte funcionó como un mecanismo de vaciamiento simbólico, tras el cual los nuevos agentes, vulnerables somos todos, ejecutan la función. El drama de verdad es, por supuesto, el rompimiento de la cadena de valor que une la muerte, tremenda, cruel, invisible, solitaria, silenciosa, con la solución, la compasión, la humanidad, la mano que toca, o la voz familiar. Todo lo que ocurre desencadena una ruptura consciente de la sociedad civil y una sustitución de las buenas prácticas por el clientelismo. El resto de categorías de degradación social, la eliminación de requisitos académicos, por ínfimos que sean, para el otorgamiento de becas, la entrega de un salario por no hacer nada, la asimilación del ejercicio de derechos humanos positivos con la dispensa del pago de recibos de la luz, el gas y el agua, avisan de la perspectiva maligna que nos espera. La meritocracia, si alguien no lo evita, también va a fallecer a causa del coronavirus.(*) Miembro de la Academia Europea