El tema para este encuentro surgió de una de esas conversaciones que se tienen con la familia del pueblo, sentados “a la fresca” alrededor de una mesa de madera desvencijada, al atardecer, cuando la huerta, agradecida por el riego, nos regala el olor de las frutas y de las verduras que allí se siembran como si quisiera también ser parte del diálogo a través de un lenguaje silencioso que nos proporciona el ambiente de plenitud vital óptimo para un conversación tranquila, desacelerada, desnuda de toda pretensión que no sea el mostrar, y de paso, el mostrarte quién eres, a través de tu forma de ver el mundo.

Esta forma personal de percibir, reflejada en las palabras que dices, es lo que me hizo pensar sobre el encuentro de hoy. En esas conversaciones, surgen temas cotidianos para arreglar el mundo y todos queremos aportar nuestra perspectiva personal enraizada en nuestra convicción y autenticidad fruto de nuestra experiencia, carácter e intuición. Es por ello, por lo que en esas conversaciones plácidas se generan unas dinámicas de fuerzas invisibles por defender nuestra creencia frente a los demás. Lo que Grice llamaba en pragmática: “el arte de salvar la cara”.

Sin embargo, lejos de ser algo negativo, es algo sumamente enriquecedor. Si nuestra creencia es lo que nos define y muestra la interpretación que hacemos de lo que sucede a nuestro alrededor fruto de las experiencias y, por lo tanto, son únicos y auténticos para cada persona, los otros, lógicamente, deben poder estar en desacuerdo, puesto que tienen, a su vez, su punto de vista. Parece lógico, ¿no? Pues a nosotros, como españoles que somos, nos resulta tremendamente difícil porque nos han enseñado a imponer y no a escuchar. ¿Les suena la famosa frase de aquel político: “usted pregunte lo que lo que quiera, que ya le responderé yo lo que me dé la gana”? Tampoco ayuda mucho el que no tengamos turno de palabra. En la conversación española informal – y me atrevería a decir también en la formal - no existe el turno de palabra; esto significa que o interrumpes al otro o no participas. Lo que no invita precisamente a la reflexión y a la escucha. Comparen con los 5 segundos que poseen los alemanes o los 6-7 segundos que poseen los finlandeses en el turno conversacional.

A pesar de ello, si queremos disfrutar de una conversación, debemos dejar de aprender a dar nuestra opinión y concentrarnos en aprender a recibir la opinión de los otros. Si todos estamos de acuerdo la conversación se acaba en minutos. Lo interesante viene cuando surge un desacuerdo, una perspectiva distinta; ahí nos implicamos más, debatimos más, el nivel de energía es mayor y disfrutamos más, aunque no seamos conscientes de ello. Así que, ¡seamos controvertidos!

Nuestra perspectiva debe ser defendible y abogar por ella, porque realmente creamos que es la mejor solución, pero tenemos que estar de acuerdo con que las personas no estén de acuerdo con nosotros. En general, nos cuesta recibir comentarios, porque atacan a nuestro ego y porque hay personas que objetivamente solo quieren “revolver la olla”, aunque sean familia. Si somos conscientes de esto, podemos combatirlo y aportar en la conversación algo relevante, así como aprender algo nuevo y no acabar copiando el punto de vista de algún otro del grupo que percibamos como más líder.

También hay que tener en cuenta que un punto de vista se basa en la evidencia, pero no es un hecho comprobado ni una verdad universal y que hablamos de conversaciones estivales con la familia menos cercana con el objetivo de reforzar vínculos auténticos para mostrar o construir escalas de valores en los que reconocerse, o bien para alimentar pasiones por campos específicos de cualquier campo de conocimiento.

Es evidente también que los esquemas de acción varían en función de las situaciones así que no se trata de aburrir al personal con un resumen de información, sino de disfrutar conversando poniendo en marcha lo que en Educación denominamos “pensamiento colegiado” que supone mostrar tu opinión personal y compararla con la de los demás, que nos invita a pensar juntos; en contraposición al pensamiento práctico propio de entornos más profesionales o personales, cuyo resultado es una acción concreta. Las conversaciones plácidas son, frente al cansancio intelectual, el esfuerzo emocional de todo el año, oportunidades para decir las ideas que nos interesan, aunque sean controvertidas, y para ver cómo las personas cercanas gravitan y aprecian nuestra disposición a adoptar una postura determinada. Conversar es, en este sentido, cultivar el gusto por las palabras que hablan para hacernos comprender mejor sin que el espacio de ego emocional lleve la voz cantante. Es encontrar una interpretación de nosotros mismos al intentar encontrar el hilo rojo de significado que se halla bajo lo que se va diciendo al compás que dictan las horas y las medias del empecinado campanario de la plaza del pueblo, que nos recuerda que el tiempo es demasiado valioso para que lo desperdiciemos en tonterías.