Dicen los expertos que este año las vacaciones son imprescindibles. Que si queremos recuperarnos de los efectos psicológicos de la pandemia, salir por ahí o, como mínimo, cortar de raíz con lo que habitualmente hacemos, es fundamental. De vida o muerte. Ya sabíamos que el cerebro necesita cambiar de aires con frecuencia y que las vacaciones son una buena oportunidad para oxigenarse. El problema es que muchas personas (¿recuerdan el dato que compartíamos el otro día?) no pueden permitirse disfrutar de tan ansiado derecho. Iba a escribir “de tan ansiado lujo” y he cambiado sobre la marcha. Entenderán que la diferencia es abismal: si son un derecho, habrá que hacer todo lo que esté en nuestras manos para que todas las personas, indistintamente de su condición social, etc., etc., etc., puedan saborearlas como dios manda; pero si, por el contrario, pensamos que son un lujo, entonces apaga y vámonos: que las sigan disfrutando los que se puedan permitir el consumo de un producto tan apetitoso para la mayoría de los mortales.

Habrán notado que el tema de las vacaciones es recurrente en mis escritos. La explicación es muy sencilla: cuando era un chaval, mis hermanos y quien esto escribe “disfrutábamos” de las vacaciones cuando íbamos al colegio, porque durante el verano, al menos en mi casa, había que echar muchas manos en las labores agrícolas. Ya saben: segar, trillar, los huertos, etc. Mis padres siempre se lo repetían a quienes llegaban al pueblo en los meses de julio o agosto. Muchos eran familiares o paisanos que habían emigrado en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado a Madrid, el País Vasco, Asturias, Cataluña, etc., y cuando llegaban al pueblo a disfrutar de las vacaciones el efecto que producía en nosotros era triste y amargo. Tanto que este menda siempre vivió obsesionado con lo injusta que era la vida: mientras unos se dedicaban a la buena vidorra, yendo al río, a la piscina o bebiendo una cerveza en la plaza del pueblo, otros, sin embargo, debíamos conformarnos con imaginar que algún día gozaríamos con unas vacaciones.

Y llegaron, como tantas otras cosas, aunque casi siempre con retraso y, sobre todo, por el tesón, el esfuerzo y la cabezonería, ingredientes esenciales para salir adelante y, en algunas ocasiones, conquistar el mundo. Por eso, cuando ahora me siento un privilegiado de la vida por tantas cosas, no puedo dejar de mirar atrás porque lo que yo vivía y sentía en mi infancia y juventud con respecto al hecho de no poder disfrutar de las vacaciones lo he vuelto a presenciar hace unos días con mis propios ojos en unas explotaciones agrícolas en la vega de Toro. Allí estaban unos temporeros, casi todos inmigrantes, pegados a la tierra, bajo un sol de justicia. Al verlos, no pude por menos que acercarme, decirles hola e intercambiar algunas palabras. Ya sé que es un simple gesto sin apenas importancia. O no. Pero al estar con ellos recordé de nuevo lo injusta que era la vida en mi época y cómo lo sigue siendo en la actualidad. Y si no se lo creen, abran los ojos y miren a su alrededor. Descubrirán un paisaje que les sorprenderá.