La estación del calor no trae vacaciones para todo el mundo, algo que ya destacó hace unos días en este diario el sociólogo del Barrio.

Hoy quiero recordar aquellos veranos de mi infancia que eran justo lo contrario de relajación o asueto.

Anoche la televisión pública ponía en pantalla, una vez más, la película de culto "Cantando bajo la lluvia", una divertida comedia musical que congrega, como pocas, a toda la familia; dato que me refrenda D.P. con sus hijos pequeños flipando con el claqué, y mi nieto, con ese señor que baila empapado de alegría. “Cantando bajo la lluvia”; el año de su estreno, un servidor entraba en el reparto de esa otra película tragicómica que es la vida. Por entonces mis padres cantaban no tanto bajo la lluvia, que también -pues ya sabemos el tipo de maná que siempre celebra la Tierra de Campos- sino en la siega, en la trilla, la vendimia y hasta en casa al son de canciones de la radio, en ausencia de televisión, este invento ya tan viejo, comparado con los artilugios telemáticos del presente.

Quiero citar también a otro veterano colaborador del periódico, Balbino Lozano, que ponía por escrito recientemente el emotivo recuerdo de sus abuelos.

Muchos llevamos la impronta en el alma de recuerdos que son dignos de museo, si entendemos por ello habitáculo digno de guardar objetos y vivencias del pasado. La historia oral es otro patrimonio poco valorado y conocido, pero no menos importante. Poco abundan testimonios directos de gente del campo, de su vida y obra, de alegrías y pesares cotidianos. En el año del centenario de Miguel Delibes no podemos por menos de recordar la trascendencia de su obra dando voz a gente que tenía y tiene una historia silenciada.

El verano rural de nuestra infancia no se parecía en nada al actual. Veías a todo el mundo atareado en el único espacio de tiempo que no era bienvenida la lluvia. Todo era poco para empezar segando y terminar empajando. Entre medias, la trilla, donde los niños podíamos mejor colaborar, y luego la limpia, con la consiguiente carga del grano en pesados costales.

Antes del tractor llegó la máquina de segar, un invento revolucionario, aunque sin motor, pero de gran alivio para las sufridas espaldas campesinas, y el comienzo del fin de la inmigración gallega para dicha labor.

Se suele emplear como icono gráfico de la industria la rueda dentada, y la espiga de la agricultura; simplificación muy acertada después de ver aquel engranaje tirado por mulas y con el segador sentado. Una eficacia nunca vista (al decir de nuestros abuelos) y una comodidad casi equivalente hoy al teletrabajo, sabiendo lo que era segar antes a hoz y a destajo.

Con el tractor vino poco después la cosechadora y se acabó el trimestre en las eras. O lo que es lo mismo, el verano del campo se redujo en tiempo y gente, en proceso y esfuerzo. Pero nuestros abuelos lo vivieron y padecieron entero; y a muchos, como los míos, les tocó en su juventud limpiar parvas enteras aventando el trigo en las eras.

No somos los primeros en asombrarnos de la técnica pues ya cantaban, a finales del siglo XIX en la famosa zarzuela La Verbena de La Paloma: "Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad"

Si la rueda dentada se convirtió en el símbolo de la revolución industrial, la “alpaca” sería el objeto explicativo del verano comprimido de hoy. Envuelto y listo.

Los costales son ya “saco de lona” de museo. Las espaldas que cargaban con ellos, ligeras de equipaje ahora, llevan el peso del tiempo.

Cuando la tecnología llega al campo, se va la gente. Paradojas e incertidumbres... Hoy toca hablar de aquellos veranos en pueblos repletos de gente, y sobrados de labor. Al menos con el recuerdo en cadena de abuelos heroicos y nietos agradecidos. Ellos, cuya fuerza y resistencia fue aliviada y ¿olvidada? por eso que llamamos progreso.

Cantando bajo la lluvia, trabajando en ‘vacaciones’ bajo un sol de justicia. No me canso de escuchar las “Estaciones” de Vivaldi, la banda sonora de la sesión continua de su vida, y algo de la nuestra .